El asesinato del gobernador de Burgos
A Carmen García Rubio
Hace una semana estuve en Burgos. Paseamos por los alrededores de la catedral. Frente a la puerta del Sarmental recordé uno de los episodios más olvidados y crueles del fanatismo religioso en España. Ocurrió al mediodía del 25 de enero de 1869. Hacía poco más de unos meses que había comenzado el que después se conocería como Sexenio Democrático, tras el pronunciamiento de La Gloriosa que desalojó del poder a Isabel II. Gobernaba Prim y al frente del ministerio de Fomento estaba Ruiz Zorrilla. Una de las medidas que impulsaron fue el inventario e incautación de los bienes artísticos de la Iglesia que no estuvieran directamente relacionados con el culto: “El Estado se incautará de todos los archivos, bibliotecas, gabinetes y demás colecciones de objetos de ciencia, arte o literatura que con cualquier nombre estén hoy a cargo de las catedrales, cabildos, monasterios u órdenes militares”. Había miedo al deterioro irreversible de muchas riquezas documentales y a que la venta de las piezas de arte sirviera para sufragar las armas de los carlistas.
Aunque el decreto de incautación se preparó en secreto, uno de los funcionarios lo reveló en confesión al cura y éste dio cuenta del asunto a sus superiores. Cuando el gobernador civil de Burgos, Isidoro Gutiérrez de Castro, se encaminó en la mañana de ese 25 de enero ―un día antes de la publicación del decreto― a la catedral para inventariar los bienes no sólo le esperaban el deán y otros canónigos catedralicios, también estaba congregada en las inmediaciones una turbamulta amenazadora que había sido avisada de la visita. El gobernador y la comitiva oficial entraron en el templo y la guardia civil se dispuso a proteger las puertas. Pero la muchedumbre las forzó y desbordó la escasa protección de las autoridades. Aunque el gobernador intentó hablar, la gente, enfurecida, arremetió a golpes y cuchilladas contra él a los gritos de “¡Viva la religión! ¡Viva Carlos VII!”. Utilizaron un hacha para cortarle algunos de sus miembros. Lo desorejaron, lo desnudaron y lo castraron. Le ataron una faja a las piernas y, ya muerto, lo sacaron del templo. El ejército logró hacerse con la situación cuando ya era tarde.
Isidoro Gutiérrez de Castro, que era historiador, tenía ese optimismo existencial de cierto progresismo que a veces se da de bruces con la realidad. Años antes de su muerte había escrito un estudio sobre la religión en la Inglaterra del siglo XVII que finalizaba con estas palabras tan poco proféticas de lo que le deparaba el destino:
“Cuando después de recorrer aquella ominosa época, echamos una ojeada por los tiempos presentes, y vemos la libertad y la tolerancia suceder a la opresión y al fanatismo, el corazón se ensancha y el historiador se felicita al legar a sus sucesores la plácida tarea de escribir una historia, limpia al menos de sangre y de verdugos”.
1 comentario:
Muchas gracias por tu regalo.
Sigue siendo un verdader placer leerte aparte de lo que aportas.
Espero volver a vernos pronto para seguir disfrutando de los placeres de la comida, bebida y sobre todo de la tertulia y de la buena palabra.
un beso fuerte
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