miércoles, 24 de agosto de 2011

Fuego amigo


Es difícil escribir sobre la guerra civil española. Más difícil aún si lo que se escribe tiene parte de ficción, porque hay muchos con la escopeta tan cargada que la disparan aunque uno hable de realidades. Y escribir sobre 1936 con brillantez es lo que ha hecho Juan Carlos Fernández Calderón en su novela “Fuego amigo”, merecidamente galardonada con el X premio Hontanar de Narrativa Breve que se otorga en Ponferrada por la editorial de ese nombre. Y lo ha hecho con ficción, pero a partir de un hecho real, como casi todos los relatos.

Un terrateniente refugiado en Badajoz huyendo de los izquierdistas acaba muerto por sus liberadores, los magrebíes que acompañaban, como tropa de choque, a los sublevados. El caso es extraño (los de Franco no solían matar terratenientes) pero, en su singularidad, el escritor vio una oportunidad literaria y no sólo la ha aprovechado sino que ha extraído de ella todo el jugo posible. A partir de esa sorpresa final, que se anuncia ya en el título, el escritor imagina los hechos previos con una notable solvencia literaria.

Estamos ante alguien que conoce bien la historia de la guerra, porque salpica el texto de menciones improbables sin lecturas sobre la España de los años treinta. Pero además de saber lo que ocurrió, sabe contarlo. La narración conduce al desenlace con certeza descriptiva, manejando bien el lenguaje. Aunque hay algún momento en que parece que va a desbocarse en adjetivaciones, domeña bien la tentación al exceso y lleva el corcel de la palabra por el camino de la precisión sin adornos.

De fondo, Juan Carlos Fernández Calderón ha sido incapaz ―y eso le honra― de evitar que se advierta lo que piensa: que huye de los clichés ideológicos, que nunca da por supuesta la ideología de nadie, que no cree en las dos Españas. No obstante, estamos ante una de esas novelas de la guerra civil escritas lo suficientemente bien para que nadie cuestione el argumento, aunque este tampoco sea cuestionable.

sábado, 20 de agosto de 2011

Mariana Pineda no sabía bordar


Hay una inevitable deformación entre cualquier hecho histórico y su relato. El paso del tiempo, el recuerdo transmitido de persona a persona, de generación en generación, crea un “ruido” inevitable en la huella que deja en el pueblo lo acontecido. Pero, además, hay una interpretación popular que el común adhiere a toda historia, una lectura de los hechos desde la mentalidad de la época. Y, finalmente, junto a esta literatura popular, a veces es la literatura de autor la que se interpone entre una historia y su recuerdo, dejando una pista “falsa” sobre la memoria de los hechos.

Los casos son numerosos. Me detendré en uno que creo significativo: Mariana Pineda. Acabo de leer la biografía que Antonina Rodrigo dedicara hace varias décadas a este personaje casi mítico del liberalismo español del siglo XIX. En la memoria popular es reconocida como la mujer que fue ajusticiada por Fernando VII por haber bordado una bandera revolucionaria.

La primera confusión está en la bandera. Se ha dicho que era la “bandera de la libertad”, y es cierto, aunque más exacto sería decir que era una de ellas. Porque no por eso puede asimilarse, como muchos hacen, a la bandera tricolor, la republicana, inexistente en 1831, cuando es asesinada Mariana. La enseña era “un tafetán morado del ancho de dos paños y largo algo más de dos varas y tercio con un triángulo verde en medio” en el que se iban a escribir las palabras libertad, igualdad y ley. Era, pues, una bandera con simbología masónica, no republicana. En este primer caso la confusión es popular. En cada época la gente ha querido que la bandera de Mariana Pineda fuera la de su tiempo, aunque eso supusiera incurrir en un anacronismo.

La segunda confusión se refiere al papel de la protagonista. Mariana Pineda nunca bordó la bandera. No sabía bordar. Encargó la tarea a dos bordadoras. La bandera se encontró en su casa porque las mujeres a quienes había encomendado la labor la traicionaron y se la devolvieron a medio hacer para que la policía la encontrara en su domicilio. Pero ella no bordó ninguna bandera. Esta confusión sí es ya literaria. Y la primera responsabilidad es de los romances que circularon por España desde el momento de su muerte:

Marianita se volvió a su casa.

La bandera se puso a bordar,

la bandera de los liberales,

la bandera constitucional.

Y después la confusión se fija definitivamente debido al drama Mariana Pineda, de Federico García Lorca:

Don Pedro vendrá a caballo

como loco cuando sepa

que yo estoy encarcelada

por bordarle su bandera

Será también Federico el principal responsable de la tercera confusión, que atañe al meollo mismo de la historia. Según la obra de teatro, Mariana actuaría por amor a Pedro Sotomayor, uno de los conspiradores. Pero la verdad histórica es que no actuó por amor, como quiso el poeta, sino por motivaciones políticas. Era una activista liberal, una revolucionaria, y para explicar su actuación no le hacía falta otra razón que la ideológica.

La figura de Mariana Pineda fue transformada en el imaginario popular para adecuarla a la mentalidad de la época. Aunque la verdad histórica es que no fue bordadora ni sus actos los hizo por amor, la mentalidad obligaba a que toda mujer que intervenía en una historia como ésta lo hiciera desempeñando alguna de sus tareas tradicionales y por razones no estrictamente ideológicas. Federico, al crear su magnífica obra literaria desentendiéndose de la historia y siguiendo la tradición popular, contribuyó a tergiversar la verdad de los hechos y a crear una pista falsa sobre su memoria. Mariana Pineda no fue una bordadora enamorada de un revolucionario, sino ella misma una revolucionaria. Una heroína a la que no le hacía falta héroe alguno.