Zafra, 7 de agosto de 1936
Tras esa victoria de
los sublevados se sabía que no tardarían en invadir Zafra y las sábanas
blancas colgaban de los balcones de muchas casas mientras otros centenares de hombres
y mujeres, agarrando a sus niños y niñas, se iban Muladar abajo o por el camino
de La Lapa al campo, al Castellar, a la Albuhera o al cerro de Pedro Toro. Recuerdo
a mi bisabuela Lola que, en la casa de la calle Santa Catalina, puso el
sacudidor de trapos blancos «para que hubiera paz». El alcalde, Pepe González,
había reunido al vecindario en la plaza la noche anterior para recomendar que
no se resistiera a las tropas. Tras los muchos muertos en la sierra, aún había
esperanza de que no hubiera más sangre. Fue la última intervención para
evitarla de quien cinco meses antes había llegado a Zafra de Alicante tras dos
años de cárcel y que, desde entonces, se había empeñado —imponiéndose a los más
extremistas— en impedir represalias contra la gente de derechas. Y ahora los
partidarios de estas eran quienes amenazaban con arrasarlo todo.
Recuerdo el cañoneo
a las 5 de la mañana sobre las estaciones ferroviarias, donde un tren partía
con los últimos dirigentes. Los proyectiles del artillero Fernando Barón
buscaban también la Fábrica de la Luz, cerca del cuartel de la Guardia Civil, y
recuerdo el estruendo de alguno al impactar en la esquina de la calle Ancha.
Desde entonces, al gitano Maito, que vivía allí, nunca se le quitó el miedo del
cuerpo. Siempre pensó que había sido un castigo divino. Fue uno de los que
había llevado agua el miércoles a los campesinos enfrentados en la sierra con
los militares. Los combatientes, cuando necesitaban beber,
se volvían y gritaban ¡Agua, Maito!, y él se acercaba con el búcaro. Recuerdo,
ya años después, las chanzas de algunos (¡Agua, Maito!) cada vez que el
hombre —que a mediados de agosto fue obligado a ayudar a Domingo León a
enterrar a tantos fusilados— se dejaba ver por las calles.
Luego, a las 7 de la
mañana, se me viene siempre a la cabeza Cirilo, único resistente, empuñando el
arma, embriagado y subido a un cinamomo. Tira un tiro… tira otro…, le jalea uno de los legionarios. Tras
fallar los disparos y agotar la munición, ese mismo militar le dispara desde
lejos en la frente y lo abate. Fue el único que murió ese día en Zafra con el arma en las manos.
Recuerdo a las
tropas al entrar en el Campo de Sevilla al toque de la corneta y guiadas por
algunos falangistas locales. Una de las camionetas tiene pintada la cara de
Azaña, al que le han puesto unos cuernos. Y recuerdo al capitán Fuentes y su
blindado en la puerta de Santa Marina. No hizo falta que liberara a nadie, a
ninguno de los presos de derecha arrestados hasta entonces allí, porque la
guardia la habían levantado a primera hora, al tiempo que se marchaban del
pueblo las autoridades republicanas, y todos salieron sanos y salvos.
A las 8 de la mañana
recuerdo a Castejón en el Ayuntamiento. El nombramiento de la Gestora, con los
ricos del pueblo. Y las primeras listas, con el comandante sentado en la
alcaldía, decidiendo entre la vida y la muerte. Y las discusiones para poner y
quitar nombres hasta llegar al «uno por ciento». Y las primeras quinientas
pesetas encima de una mesa para evitar una captura. Recuerdo al capitán de la
Guardia Civil, Luengo, degradado a teniente allí mismo —¡quítese una
estrella!— por haber ascendido durante el Frente Popular. En el patio del
Ayuntamiento se concentran los primeros detenidos y en la puerta, los primeros
familiares, que traen papeles para demostrar la inocencia de los que están
siendo apresados. Así salvó la vida el maestro Ramón Gerada, a quien unos meses
antes habían echado de la Casa del Pueblo y pudo demostrarlo.
Recuerdo las puertas
abiertas de las casas para que los moros no las echaran abajo. Y cuando
encontraban cerrada alguna, la rapiña en el interior, los muebles volando por
los balcones y la mercadería en la calle. Una máquina de coser, algún reloj: ¡Paisa,
barato, barato!
Recuerdo los
primeros parapetos con sacos terreros en las entradas del pueblo para impedir
salir y entrar sin control. Y la batería de tres piezas de artillería del
capitán Mora Figueroa, situada en la puerta del taller de los Terán para batir
la sierra del Castellar.
A las 11 recuerdo la
misa en La Candelaria. El templo abarrotado y los «detente bala», hechos con
las monedas de El Rosario, en los pechos de los militares. Y a don Daniel en el
púlpito. Y al cura Juan Galán concelebrando antes de unirse a las tropas y de
pedir su pistola. Recuerdo al medio centenar de personas capturadas, en
círculo, con los ojos muy abiertos y las manos atadas, ya en el centro de la
plaza Grande, esperando. Y a la gente alrededor, con brazaletes blancos,
mirándolas, sin atreverse a hablarles. Y a los soldados que deambulan con los
máuser entre los brazos, que preguntan, que buscan los nombres apuntados a
lápiz —y no tachados— en pequeños papeles. Y a Castejón, tomando un refrigerio,
ya todo decidido, bajo los soportales, sentado en un sillón que le había sacado don Tomás, el farmacéutico.
Nunca se me olvida
el calor de las 12 de la mañana de ese día 7 de agosto de 1936 en Zafra. Y la
comitiva ya por la calle Sevilla de vuelta a Los Santos. La gente aplaudiendo,
atemorizada, o llorando escondida tras los visillos. Y la cuerda de presos,
atados en grupos de siete u ocho, con las caras desencajadas, hasta el medio
centenar de ese día, una cuarta parte de los doscientos asesinados en esas
semanas: el guardia municipal Antonio Amaya; el capataz de CAMPSA Ángel Caño; los
chóferes Luis Mata y Ramón Galea; Paca Infante, madre del «Correcalles»; el
secretario del Instituto Luis Madroñero y los bedeles Antonio Guerrero y
Teodomiro Trujillo; la “Reverte”; el empleado del Ayuntamiento Julián Vitorique;
el factor ferroviario Laureano Rubio; el director de Telégrafos Juan Antonio
Zambrano; el carpintero Máximo Torreglosa; el industrial Diego Luna; los
hermanos Coronel; los hermanos Montaño y los braceros Felipe Ortiz, Manuel
Garrido, Cesáreo Sánchez… Y don Rafael,
el modelista, fuera de la cuerda, pero sin querer separarse —ya nunca lo haría—
de doña Juana, la maestra, presidenta de la Sociedad Femenina de Oficios Varios
de Zafra, también apresada. Camina como un autómata —recuerdo— al lado de su
mujer, hasta que la sacan de la fila, ya subiendo la cuesta de San Cristóbal, pasado
el Puente Aragón, y se abraza a ella. Así los matan.
Recuerdo ese mediodía de hace ochenta y siete años, el peor nunca vivido en Zafra, como si fuera hoy, aunque no estuve allí. Los camiones, los caballos, las tropas, los cadáveres abandonados, los perros que ladran y olisquean la sangre, el canto de las chicharras, las moscas, el miedo, el calor… Sigo oyendo el ruido atroz de las balas de los fusilamientos que, cada cinco minutos, apenas detiene la marcha de los «conquistadores», y veo alejarse por la carretera de Los Santos la enorme polvareda de la crónica fatal de ese día, el rastro sofocante de nuestra historia.
2 comentarios:
Joder, José María, que mal trago me has hecho pasar. Gracias...
Ningún ser dependa de la voluntad de otro ser... 💖ellos
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