Y poco a poco, el miedo quitado, ora sus pechos le presta
para que con su virgínea mano lo palme, ora los cuernos, para que
guirnaldas
los impidan nuevas. Se atrevió también la regia virgen,
ignorante de a quién montaba, en la espalda sentarse del toro:
cuando el dios, de la tierra y del seco litoral, insensiblemente,
las falsas plantas de sus pies a lo primero pone en las ondas;
de allí se va más lejos, y por las superficies de mitad del ponto
se lleva su botín. Se asusta ella y, arrancada a su litoral abandonado,
vuelve a él sus ojos, y con la diestra un cuerno tiene, la otra al
dorso
impuesta está; trémulas ondulan con la brisa sus ropas.
Ovidio,
Metamorfosis
Europa es, antes que nada, un territorio que engloba a otros. Por
eso hablar de Europa obliga al europeo, primeramente, a hablar de la nación a
la que pertenece y de su sentimiento hacia ella. El sentimiento de pertenencia territorial
suele parecerse a las muñecas rusas, contenidas unas en otras. En nuestro caso,
uno sería de Zafra y extremeño, español, europeo y, finalmente, ciudadano del
mundo. Esto es inevitable, pero esta múltiple pertenencia no suele ser del
agrado de todos. Más allá de la merma obligada que se sufre al convivir con otros,
sean personas o naciones, los hay a quienes les basta la tribu inmediata y
consideran extraño todo lo que no sea ésta. Si ni siquiera se sienten cercanos
a los del pueblo de al lado, ¿cómo considerar tales a los de un lejano país
centroeuropeo?
Y también hay quienes entienden
de tal forma su nacionalidad que la creen contraria a lo europeo. En el caso de
España, algunos han construido su sentimiento
nacional alrededor de una supuesta tradición que sería ajena a Europa,
al suponer que de ésta sólo han venido innovaciones y moderneces que atentan
contra la esencia nacional. España tiene una larga tradición de cierto patrioterismo
retrógrado y neofóbico (sucedáneo del patriotismo) que siempre ha mirado a
Europa con recelo.
Y es que, además de territorio, Europa es una cultura o un conjunto de
culturas que a lo largo de la historia ha impulsado buena parte del progreso
humano. En casi todos los siglos Europa
ha sido avanzadilla de las ideas y centro generador del progreso del mundo. Sin
necesidad de caer en el eurocentrismo, hay que reconocer que la historia del
mundo es, en buena parte, la historia de Europa. Y ésta es, a su vez, la
historia de la filosofía, de la política, de la ciencia, de la literatura, del
arte, de la técnica...
La Europa-territorio y la
Europa-cultura intentaron encarnarse en un proyecto político pretendidamente
unitario ya avanzado el siglo XX. Tras las dos guerras, a modo de superación
del belicismo histórico, los europeos fundaron entre sí una relación política
interdependiente que, también, planteaba cierta alternativa a las dos grandes
potencias –norteamericana y soviética- que se repartían el mundo en la segunda
mitad del siglo.
Por eso Europa es también un proyecto político. O lo era. Porque lo que en
el ánimo de alguno se concibió como la Europa de los ciudadanos o la Europa de
los pueblos ha acabado siendo exclusivamente la Europa de los mercados. Sin
duda, eso también formaba parte del proyecto político: crear un espacio
propicio al intercambio de mercaderías. Pero, al igual que un país no puede
entenderse solo por las expectativas económicas generadas para sus habitantes,
tampoco Europa debe reducirse a sus aspectos mercantiles. Además, el
capitalismo financiero que nos asola ha acabado reduciendo esas mercaderías a
dinero, a un intercambio de préstamos entre bancos, y de bancos hacia gobiernos,
que ha agudizado –por culpa de tanta estúpida y perversa austeridad- las
diferencias territoriales en vez de colmatarlas, y ha trasladado el foco de
decisión desde la política a la economía.
El proyecto europeo nació con la
intención de asumir colectivamente buena parte de las políticas de los estados.
Se trataba de hacer política común. Pero entre los recelos nacionales y los
abusos financieros el espacio de decisión política europea se ha tornado
esquelético. Ya no hay más noticias de Europa que las económicas.
Y resulta paradójico que algunos
de esos sucesos que conmocionan la reciente historia europea estén ocurriendo
en el Mar Egeo y en sus inmediaciones. Sus aguas bañan la costa oriental de
Grecia, convertida en un país símbolo de hasta dónde puede llegar la voracidad
del mercado cuando agarra los despojos de un país exánime. Y no muy lejos de
allí está Chipre, cuyas vergüenzas han sido exhibidas hace pocas semanas como
ejemplo de lo que puede pasarnos si nos portamos mal.
La paradoja consiste en que ese Mar
Egeo, donde ahora se dirime buena parte del futuro de Europa, fue también el
escenario de su pasado mitológico, donde la literatura clásica situó uno de sus
más bellos relatos: el rapto de Europa.
Europa, hija de Agenor, rey de
Tiro, y de Argíope, jugaba con sus amigas en la orilla del mar. Pretendida por
Zeus, éste –para engañarla- se convirtió en un bellísimo toro “blanco como la
nieve, con grandes papadas y pequeños cuernos como gemas entre los cuales –dice
Robert Graves- corría una sola raya negra”. Su mansedumbre convenció a la
muchacha, que se acercó a él y llegó a montarlo, confiada. Eso lo aprovechó el
dios para meterse en el agua y llevarla a Creta. Convertido en águila, la
violó. Aunque los hermanos de Europa salieron en su búsqueda, no lograron
encontrarla. De Zeus tuvo Europa tres hijos: Minos, Radamantis y Sarpedón, hasta
acabar casándose con Asterión, rey cretense, que los crió como si fueran suyos.
La metáfora viene dada. Con
otros, tengo para mí que –desgraciadamente- el único dios de este mundo que
hemos creado es el dios del dinero, el dios del capital, y por tanto Zeus bien
podría ser ese capitalismo triunfante que hace apenas cinco años parecía haber
logrado el fin de la historia. Así, el rapto de Europa sería el de la cultura o
civilización europea por el fascinante toro blanco en que se convirtió el
capitalismo de los últimos años. A todos nos cautivó la mansedumbre de la
fiera, todos acariciamos esos “pequeños cuernos como gemas”. Hasta ser raptados.
Europa ha sido alternativamente
espacio de cultura y campo de batalla, el territorio amigo del progreso y el
territorio enemigo de las guerras. Pero, hoy,
Europa es sólo un mercado. Un
mercado sin poder político, porque de él han desaparecido los políticos. Sólo
quedan los prestamistas.
¿Qué nos queda a los europeos y a
las europeas? ¿Qué podemos hacer para liberar del rapto a Europa? ¿Qué debemos
hacer para refundarla?
Recordemos que Zeus hizo a Europa
tres regalos: un autómata de bronce llamado Talos; un perro de caza, Lelaps,
que no dejaba escapar ninguna presa, y una jabalina que daba siempre en el
blanco.
Se me antoja que el autómata es
la expresión de la tecnología, que en nuestro tiempo se encarna de manera
paradigmática en las nuevas formas de comunicación que giran alrededor de
internet. Ese es nuestro Talos, nuestra protección, la posibilidad de difundir
cualquier información inmediatamente de un confín a otro de Europa y del mundo.
Lelaps, el perro de presa que todo lo captura, puede ser la capacidad de auto
organización de la gente. Nada hay que escape a la posibilidad de decisión de
la ciudadanía. Y, finalmente, disponemos también de una jabalina infalible: la
cultura, el conocimiento, que es lo único que da siempre en el blanco.
La salvación de Europa pasa por
la recuperación de la política frente a la economía, por la sumisión de los
prestamistas, por el reequilibrio de los territorios, por recobrar el proyecto
político y cultural originario, por liberarla del rapto cometido por el dios
del dinero. Quizás nos sirvan para eso los mismos regalos ofrecidos por el
raptor.
(Artículo publicado en
Papeles del Foro, Boletín de Opinión del Foro Zafrense, número 4, mayo de 2013. Ilustración: "El rapto de Europa" de Fernando Botero).