No sé qué oculta disciplina de la
ética se ocupa de la extraña virtud del bien morir. Los únicos casos de ese
sosiego último los conozco por boca de hagiógrafos o de cronistas bélicos, cuya
imaginación supongo ha de suplir con largueza la escasa dignidad de tanto héroe
acabándose. Ni siquiera Ferrater Mora resuelve mis dudas –y ya es insólito. Como
en tantos casos, ha sido la propia vida la que me sirvió de maestra. O, mejor,
la propia muerte… la muerte de Dulce.
Tengo la costumbre de escribir en
los libros. Levanto así el argumento de un futuro relato, en el que un joven
buscara quién fue su padre hojeando uno a uno los libros de su biblioteca;
descubriendo en las anotaciones perdidas de las hojas finales de un poemario,
de un ensayo o de un libro de historia una fecha memorable, un encuentro, los
amores y las muertes amigas de su progenitor. Suelo aprovechar para ello esas páginas
en blanco que los impresores sitúan antes y después del cuerpo del texto, entre
éste y las cubiertas del libro, aunque no desecho algún hueco al final de un
capítulo que termina nada más comenzar una página.
Mi ejemplar de La voz dormida de Dulce Chacón tiene varias notas que describiré en
el mismo orden en que fueron escritas. La primera está en la página que
reproduce el título y el nombre de la autora. Dice enviado por la editorial el 29 de julio de 2002 y con ella
pretendía contradecir el colofón, que declara que la novela se terminó de imprimir en el mes de
septiembre de 2002. Ya sospechaba de la exacta coincidencia de algunos
colofones con señaladas conmemoraciones de vírgenes y santos. Desde entonces la
sospecha es certeza sobre la impostura de esta mancha triangular que cierra
algunos libros.
La segunda anotación la hice unos
días después, tras la lectura de la obra, y también en la misma página: argumento, voluntad de estilo y compromiso
ético, escribí. Esas tres ideas me sirvieron dos meses después para
hilvanar el texto de presentación que, con Dulce al lado, hice en Zafra de La voz dormida el 20 de septiembre de
2002. De ese día es precisamente la tercera anotación, aunque ya no mía, sino
de la propia autora: la dedicatoria manuscrita que sigue a la genérica del
libro (A los que se vieron obligados a
guardar silencio) con unas palabras que ahora como entonces me sonrojan: con mi más íntima gratitud, con mi más
íntima emoción por la lectura de estas páginas. Con todo mi cariño. Dulce.
Al bajar esa noche del estrado tras
la presentación se me acercó un hombre mayor –otra voz dormida- para hablarme de la guerra en Zafra. Se presentó como
hijo de republicano y me dio su dirección, que anoté en la última página, en
blanco, del libro de Dulce.
Pero es la quinta anotación la esencial.
Está escrita al final, a la vuelta de esa extensa dedicatoria donde Dulce
desgranó todos los afectos que tejió gracias al libro. Y en ella digo: hoy me han dicho que te mueres, Dulce, y
debe ser que ya todos estamos perdiendo la cabeza, el corazón, el alma…, que ya
todos estamos perdiendo la vida misma si es verdad que tú, Dulce Chacón
Gutiérrez, te estás muriendo más rápido que el resto de este mundo moribundo. La escribí, enrabietado, el 11 de noviembre
de 2003. Ese día había visitado Zafra Antonio Chacón, su hermano, para hablar
con el alcalde, advertirle de que Dulce estaba herida de muerte e iniciar los
preparativos del entierro de las cenizas en su pueblo. Manuel Peláez, primer
teniente de alcalde y amigo, subió a casa y me dio la estúpida noticia.
No tuve coraje para llamarla. Ni a
ella ni a Miguel Ángel, su compañero. Durante los veintitantos días que duró su
agonía sólo pude suponer en qué pensaría, sólo aventurar cuál sería su actitud
ante la muerte inevitable.
El día 5 de diciembre, en Madrid, visité
la capilla ardiente junto a Luciano Feria y Manuel Peláez. Hablamos con algunos
familiares de Dulce, musitando nuestra desolación. Ángeles, la mujer de Antonio
Chacón, se nos acercó triste. Con una extraña tranquilidad nos dijo que a
partir de esta muerte tendría que reflexionar mucho sobre la vida y sobre las
creencias. Nos dijo que lo más impactante de la muerte de Dulce había sido su
manera de encararla. Le sorprendía que una mujer agnóstica como ella no hubiera
dejado de sonreír durante todo ese mes de noviembre en que el cáncer le fue
royendo las entrañas. Una actitud que, para Ángeles, rotunda creyente, sólo era
comprensible en quien sabe del más allá, en quien cree en otra vida que sigue a
ésta y cuyo anhelo modera la ruptura absoluta de la muerte. Las palabras de
Ángeles nos estremecieron. Le extrañaba la serenidad de Dulce ante una muerte entendida
no como tránsito sino como fin. Y nos lo confesaba con una ternura inusitada.
La sonrisa de Dulce durante los
días de agonía, que Ángeles nos hizo imaginar con sus palabras, expresaba esa rara
virtud del bien morir que no es exclusiva de quien cree en mundos más allá de
la muerte sino que también es propia del que logró construir el suyo en este
lado de la vida, y se fue tranquila de haber vivido.
No he logrado evitarlo. Hoy, ahora
mismo, al concluir este texto sobre quien tan pronto nos dejó y con tanta
belleza concebida, he abierto el libro de Dulce por la página 217 –donde hay un
hueco, y habla de Zafra, de José González y de Libertad- y he escrito los
versos que ella, la mujer que iba a morir,
ideó para este instante:
Olvidad
mi nombre.
Sed
sólo labios.
[Este texto lo publiqué en el volumen "Homenaje a Dulce Chacón en el Aula José María Valverde" de Cáceres en 2003 con el título de "La virtud del bien morir". La fotografía, bastante mala, corresponde a la presentación del libro de Dulce Chacón "La voz dormida" en el Seminario Humanístico de Zafra en septiembre de 2002. En la imagen aparece también Santiago López Vázquez]