Si Extremadura tuviera costa
para Eva
Ahora ya no sé cómo moriré. Entonces, sí: en el mar. Los hombres moríamos en alta mar, lanzados al agua cuando las olas destruían nuestro barco o tras ser acuchillados por algún enemigo. Ni aquellos que llegaban a los cincuenta y abandonaban la pesca o la piratería, dejaban de morir en el mar. Un día, hartos de trasegar en las tabernas del muelle, erraban el camino de vuelta a casa y se dejaban hundir en las aguas, poco a poco. No levantaban la cabeza ni siquiera cuando las olas les cubrían la boca, les empapaban los cabellos y les anegaban el alma. Me lo contó mi padre; a él, el suyo, y así hacia atrás, generación tras generación. Eran costumbres de un pueblo de marinos.
Nadie sabe cómo ocurrió, pero un día desapareció el mar. Fue por entonces cuando, después del estupor e incapaces de resistir la añoranza, muchos hombres ―de eso hace más de cinco siglos― fueron a los puertos más cercanos y embarcaron. Querían volver a estar cerca del mar, rodeados de agua durante meses, y se enrolaron en unas naves que iban camino de poniente. Después del viaje, al llegar a tierra firme ―habitada por unos seres extraños― vivieron ya para siempre en una inmensa orilla alargada, al filo del mar o de la muerte.
Hace mucho tiempo que Extremadura dejó de vivir junto al mar. Ahora, Tentudía ya no es un acantilado rocoso asomado a las olas, sino una montaña ―la más alta del sur, sí― rodeada de encinas y de bosques de jaras. Tampoco las playas de La Serena son las de antes, y sólo las riberas de sus lagos ―donde parte del agua acabó refugiada― recuerdan la antigua placidez de la arena que citan los documentos antiguos. Y las calas del norte ―esa extraña solución de los valles del Ambroz, del Jerte y del Tiétar― no son ahora más que abismos frente a la nieve.
Ya no hay acantilados, ni playas, ni mar embravecido alrededor de esta vieja tierra. Y ya no sé cómo moriré. Pero si Extremadura tuviera costa, sé que moriría como mis antepasados; sé que, como ellos, buscaría para dejarla un lugar del horizonte donde fuera el mar ―tus ojos, amor, tus ojos― lo último que viera.
Nadie sabe cómo ocurrió, pero un día desapareció el mar. Fue por entonces cuando, después del estupor e incapaces de resistir la añoranza, muchos hombres ―de eso hace más de cinco siglos― fueron a los puertos más cercanos y embarcaron. Querían volver a estar cerca del mar, rodeados de agua durante meses, y se enrolaron en unas naves que iban camino de poniente. Después del viaje, al llegar a tierra firme ―habitada por unos seres extraños― vivieron ya para siempre en una inmensa orilla alargada, al filo del mar o de la muerte.
Hace mucho tiempo que Extremadura dejó de vivir junto al mar. Ahora, Tentudía ya no es un acantilado rocoso asomado a las olas, sino una montaña ―la más alta del sur, sí― rodeada de encinas y de bosques de jaras. Tampoco las playas de La Serena son las de antes, y sólo las riberas de sus lagos ―donde parte del agua acabó refugiada― recuerdan la antigua placidez de la arena que citan los documentos antiguos. Y las calas del norte ―esa extraña solución de los valles del Ambroz, del Jerte y del Tiétar― no son ahora más que abismos frente a la nieve.
Ya no hay acantilados, ni playas, ni mar embravecido alrededor de esta vieja tierra. Y ya no sé cómo moriré. Pero si Extremadura tuviera costa, sé que moriría como mis antepasados; sé que, como ellos, buscaría para dejarla un lugar del horizonte donde fuera el mar ―tus ojos, amor, tus ojos― lo último que viera.
La imagen es del pantano de Orellana y el texto forma parte de la serie "Si Extremadura tuviera costa" leida en las mañanas de agosto en el programa "La Costa Oeste" de Canal Extremadura Radio.
1 comentario:
Me gustó mucho el post josé maría, me encantó.
(quién fuera eva para que le dedicaran palabras como estas)
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