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martes, 14 de noviembre de 2017

Historiadores e historietógrafos

Descubrir falacias es el empeño del historiador Alberto Reig Tapia. Y por eso lleva unos meses en el centro del huracán. Catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, es autor de algunos libros capitales para el estudio de la guerra civil y el franquismo, como Ideología e historia. Sobre la represión franquista y la Guerra Civil (1984), Franco Caudillo. Mito y realidad (1995) o Memoria de la guerra civil. Los mitos de la tribu (1999), y de textos combativos contra el revisionismo como Anti-Moa. La subversión neofranquista de la Historia de España (2006).

Hace unas semanas un grupo de jóvenes universitarios cercanos a las CUP publicó en Tarragona un manifiesto insinuando que era un fascista por su oposición al referendum de independencia de Cataluña y a los independentistas catalanes. “El faixisme avança si no se´l combat”, decía esa panda de desnortados acerca de su profesor.

Ahora recibe las andanadas desde la otra esquina. El empeño de Reig por deslindar ciencia e ideología, historia y propaganda, mito y memoria, le ha llevado a dedicar un nuevo libro al revisionismo: La crítica de la crítica. Inconsecuentes, insustanciales, impotentes, prepotentes y equidistantes (Siglo XXI, Madrid, 2017). Un libro en el que -con el humor y la brillantez expresiva propias de él- vuelve a enfrentarse con rigor a la impostura de los historietógrafos, que pretenden pasar por historiadores, y que se empeñan en desempolvar los viejos mitos del franquismo y en presentarnos sus fobias ideológicas como evidencias históricas incontestables. Si los revisionistas surgidos hace unos lustros (Pío Moa, César Vidal, Federico Jiménez Losantos…) frecuentaban casi exclusivamente los periódicos y las radios, los de ahora ya han anidado en la Universidad y pretenden tapar sus impudicias intelectuales con el birrete.

Uno de los capítulos del libro, precisamente el que publicita la editorial como muestra de la obra, lo dedica a Pedro Carlos González Cuevas, profesor de Historia de las Ideas en la UNED. Éste ha respondido con un texto replicado en un par de periódicos digitales ultramontanos: El Catoblepas y La Crítica. Aunque el capítulo de Reig no menciona a González Cuevas en el título (“La crítica impotente”), éste titula su artículo “Entre la necedad y el parasitismo: el caso Alberto Reig Tapia”.

Sé de buena tinta que Alberto Reig, a estas alturas de la polémica y teniendo en cuenta los exabruptos del susodicho, está pensando retitular su capítulo para próximas ediciones con términos más adecuados, como “Pedro Carlos González Cuevas. El patético caso del profesor chiflado. Homenaje a Jerry Lewis”. Ahí va el enlace al texto de Reig sobre PCGV: https://www.sigloxxieditores.com/media/sigloxxi/files/book-attachment-627.pdf

viernes, 16 de mayo de 2014

Guerra y solidaridad en la frontera



Ayer fue presentado en Badajoz el libro Frontera y Guerra Civil Española. Dominación, resistencia y usos de la memoria, de la antropóloga portuguesa Dulce Simões. Aunque inicialmente estaba previsto que fuera Francisco Espinosa el presentador, al final me correspondió a mí esa función. He aquí el texto de la presentación que le hice: 

“Frontera” y “guerra” son, desgraciadamente, dos conceptos históricos básicos. Buena parte de la historia humana gira alrededor de las fronteras y las guerras. Porque buena parte de la historia trata de las naciones. Y estos son dos vocablos relacionados con las naciones. La frontera delimita el que, dicen, es principal valor de una nación: el territorio. Subraya y separa geográficamente la identidad propia de la ajena. Y la guerra es la reacción del poder cuando alguien amenaza ―sea desde el exterior o desde el interior― ese límite de cordilleras o ríos, de bosques o llanuras; esa verja imaginaria que guarda las riquezas, los campos sometidos, la mano de obra que atiende las haciendas.
La insistencia en las señas de identidad propias siempre acentúa las ajenas. La nación, esa que genera las fronteras y las guerras, es, así, un fenómeno político contradictorio. El nacionalista, que suele ser un luchador por la diferencia frente a los otros, es también un opresor que no permite más realidad interna dentro de su territorio que la extrema identidad.
Las luchas nacionalistas son siempre luchas entre nacionalistas; entre nacionalistas aparentemente simpáticos y nacionalistas aparentemente odiosos. El resto de los mortales asistimos a ellas sorprendidos de que se peguen los iguales. El romanticismo que nuestro mundo atribuye a los fenómenos nacionalistas obedece a la impresión que en la conciencia colectiva han dejado los acontecimientos protagonizados por la burguesía en los últimos siglos: pueblos en lucha frente a poderes ajenos; rebeliones de identidad frente a infames imperios; política de sangre y suelo; heroicidades por una bandera, por una lengua, por una patria…
“Frontera” y “guerra”, esos términos tan propios de cualquier nación, son también las dos primeras palabras del título del libro que hoy presentamos: Frontera y Guerra civil Española. Dominación, resistencia y usos de la memoria, editado por la Diputación de Badajoz. Pero, paradójicamente, este libro, que comienza con esas dos palabras y que habla de una frontera y de una guerra no trata, luego lo veremos, de naciones.
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Su autora es María Dulce Antunes Simões, nacida en la freguesía de Feijó, concelho de Almada. Doctora en Antropología, es autora del libro Barrancos na encruzilhada da Guerra Civil de Espanha. Memórias e Testemunhos, publicado en portugués por la Cámara Municipal de Barrancos en 2007 y en castellano por la Editora Regional de Extremadura en 2009. Acompañaban a Dulce en esa obra Francisco Espinosa, con un texto sobre Barrancos y el teniente Seixas, y las memorias de Gentil de Valadares, hijo del teniente.
Y es que Dulce, a pesar de haber nacido frente a Lisboa, al otro lado del Estuario del Tajo, ha centrado su interés como investigadora en la frontera, y más concretamente en la frontera alentejana. Su formación es de antropóloga de los movimientos sociales. Cursó su licenciatura en 2002 en el Instituto Universitario de Lisboa, ha sido becaria de la Fundación para la Ciencia y la Tecnología, ha realizado una estancia de formación e investigación en la Universidad “Pablo Olavide” de Sevilla, ha tenido relaciones profesionales con la Universidad Complutense de Madrid y, también en España, ha participado en encuentros académicos muy relevantes para su trabajo, como su asistencia, en 2004, a las jornadas sobre “Guerra civil: Documentos y memorias” de la Universidad de Salamanca. Además del libro citado, ha escrito varios artículos sobre la identidad y las relaciones sociales en la frontera.  
Además, ha participado como asesora en el documental “Los refugiados de Barrancos” de Producciones Morrimer, que a finales del año 2008 contribuyó a divulgar entre la población extremeña los sucesos de Barrancos durante la Guerra Civil Española y, a la larga, fue determinante para la concesión de la Medalla de Extremadura en 2009 a esa población fronteriza.
Conozco a Dulce desde la presentación de la edición portuguesa de su primer libro en Barrancos, el 13 de octubre de 2007. Desde entonces hemos coincidido en varias ocasiones. Tanto en Zafra, en 2009 (cuando se presentó la edición española de su obra o cuando celebramos con los miembros de Morrimer la edición del documental, en el que ambos habíamos colaborado) como de nuevo en Barrancos, en 2010, con motivo de la invitación que recibí para dar una charla en unas jornadas sobre la guerra de España. Menciono estos detalles de nuestra relación porque quien la propició, gracias a su “extensa red de contactos”, como la misma Dulce subraya en la “Introducción” de este libro, fue el historiador extremeño Francisco Espinosa, nuestro común amigo Paco,  que es quien debería estar aquí hoy presentando este libro, y a quien ―debido a una indisposición temporal― sustituyo por petición expresa tanto de él como de José Manuel Corbacho, coorganizador del acto, y de Dulce.
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La trayectoria intelectual y humana de Dulce Simões la han convertido en la que, por antonomasia, podríamos llamar la antropóloga de la frontera, una científica social centrada en el análisis, desde una acusada perspectiva sociocomunitaria, de los fenómenos de identidad, resistencia e hibridación cultural que se dan en la raya luso-española y específicamente en la que comparte Portugal con el sur de Extremadura y el norte de Andalucía.
Y la antropóloga de la frontera nos presenta hoy el que quizás sea su libro clave, en el que desembocan todos sus estudios anteriores, el resultado de su tesis doctoral en antropología, leída en diciembre de 2011 en la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Nova de Lisboa.
Dulce organiza el libro en seis capítulos, aunque internamente haya una cierta lógica dicotómica, dual, en la estructura de la obra. Los cuatro primeros son contextuales (dedicados al escenario y a los personajes) y los dos últimos conclusivos (centrados en la trama). Los cuatro epígrafes en los que la autora expone el escenario y los personajes que intervienen en la trama se dedican, en este orden, a la guerra (como escenario temporal), a la frontera (como escenario espacial), a los barranqueños (como personajes locales) y a los funcionarios del Estado Novo (como personajes estatales). Aunque ahora veremos cómo esta primera atribución, que atiende más al título dado a los epígrafes, cambia sustancialmente en algunos casos en el momento en que nos introducimos en cada uno de los textos.
Así, el capítulo primero, cuyo título remite a la guerra, no pretende relatar ni siquiera resumir un acontecimiento archiconocido y que en sus pormenores relacionados con la zona objeto de estudio será abordado más adelante, sino hacer una especie de introducción disciplinar, a veces metodológica, en ocasiones bibliográfica, y casi siempre ensayística, sobre el diálogo entre historia y antropología, la memoria colectiva, los movimientos sociales por la memoria, y los procedimientos de investigación aplicados en el texto. Son páginas escritas por una antropóloga que trabaja en parte con material histórico y que comparte con el lector las reflexiones que le suscita esa tarea.
Si el primer capítulo se anuncia diacrónico y deviene en sincrónico, en conceptual, el segundo capítulo, cuyo título ―al aludir a la frontera como escenario territorial del trabajo― aventura una descripción, acaba convirtiéndose en un relato. Se describe la frontera a partir, sobre todo, de su historia. Es aquí donde se nos presenta el municipio de Barrancos en la encrucijada de tres fronteras espaciales (nacional, provincial y regional), pero sobre todo en la encrucijada temporal de una frontera con múltiples pertenencias en el pasado. La singularidad de Barrancos, se nos dice, se construye a partir del habla, del dialecto barranqueño, de las peculiaridades rituales de su forma de entender la fiesta de los toros y de la cercanía del castillo de Noudar, pero también a partir de una historia original, distinta.
De los escenarios pasa Dulce Simões a los personajes. En el capítulo tercero se escribe acerca de la sociedad, del personaje local o cercano, y en el cuarto, del poder, de los representantes de ese lejano personaje estatal o supralocal. El apartado dedicado a la sociedad barranqueña es un notable análisis social en el que conocemos los lugares de socialización de los habitantes de Barrancos y reconocemos no sólo a ricos y pobres, propietarios y desposeídos, sino entre estos últimos a los trabajadores del campo y a los çivinas o trabajadores de la villa.  La autora describe pormenorizadamente los rasgos y las relaciones entre clases y estamentos sociales de la sociedad barranqueña. Como final de estos capítulos contextuales, el epígrafe cuarto, está dedicado a las evidencias del estado en el territorio durante el período objeto de estudio. Tras la descripción de la sociedad local, el apunte sobre los funcionarios del poder. Representantes u operarios con una función económica (como la guardia fiscal, atenta a evitar el contrabando) o con una función política (como la policía política, encargada del control de la disidencia). En ambos casos, funcionarios responsables de la represión, por parte del poder, de las resistencias sociales.
En el capítulo quinto llega Dulce Simões al centro de su relato. Nos describe aquí los detalles de la guerra en la frontera, en este trozo de frontera del Bajo Alentejo, que recibe –como otros puntos de Portugal- centenares de refugiados republicanos españoles que huyen de la represión del ejército sublevado en esas semanas y meses de mediados y finales de 1936. La historia es conocida, gracias en buena parte a la propia Dulce.
Unos mil extremeños del suroeste salieron de España en septiembre de 1936 buscando refugio en Portugal. En Barrancos ―que ya había recibido, aunque en menor número y con huéspedes distintos, algunos refugiados españoles de signo contrario en los meses de predominio del Frente Popular― fueron protegidos por el teniente de carabineros Antonio Augusto de Seixas (comandante de la Guardia Fiscal de Safara) que, tras mantenerlos varias semanas en dos campos de concentración improvisados, logró embarcarlos en Lisboa en el buque Niassa rumbo a Tarragona. Este éxodo de los extremeños hacia Barrancos fue el complemento de otro, el de los ocho mil que por las mismas fechas y escapando de los mismos pueblos del suroeste de la región huyeron en dirección contraria y acabaron diezmados cerca de Fuente del Arco.
La historia es conocida pero nunca hasta ahora se nos había contado con tal grado de detalle y precisión. La autora describe y analiza la sociedad e historia reciente de los pueblos españoles de donde salen, principalmente, los refugiados: uno andaluz, Encinasola, y otro extremeño, Oliva de la Frontera. Además, nos narra la peripecia humana de estos refugiados en los campos donde fueron internados. Y cómo se produce su salida hacia Lisboa y su embarque hacia Tarragona, tras sortear el teniente Seixas las dificultades impuestas por sus propios jefes. Este capítulo quinto es quizás, el más histórico del libro. Aunque sigue siendo la antropóloga quien escribe, la necesidad de relatar los hechos nucleares, la trama, hace que adopte el papel de historiadora aunque con continuas reflexiones y con el apoyo de testimonios orales con que complementar lo que cuentan los documentos oficiales o escritos. La preocupación de Dulce sigue siendo, a pesar del notable carácter histórico de estas páginas, la pervivencia de estos hechos en la memoria de sus protagonistas, la manera en que la sociedad de acogida vive la experiencia de los refugiados y las relaciones entre los vecinos.
El relato de la trama continúa, cronológicamente, en el capítulo siguiente y último, donde se rastrea la vida de los antiguos refugiados en el exilio o en la cárcel, la vuelta a sus poblaciones de origen tras la guerra y los instrumentos de dominación y resistencia que se perciben, analizando tanto la resistencia política de la subversión como la resistencia económica del contrabando.
El texto del libro –que ha traducido Susana Gil Llinás- se cierra con un nutrido apartado de fuentes y referencias bibliográficas, donde destacan las de carácter oral, entrevistas y testimonios de supervivientes y testigos de la historia, cuidadosamente registradas y referenciadas.
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Hay varios libros en este libro clave de Dulce Simões.
Es un libro sobre la guerra, sí, y un libro sobre la frontera. Es un libro sobre la guerra en la frontera, y en ese sentido es un libro de historia, ya que cuenta con esos dos parámetros convencionales, espacio y tiempo, de todo relato histórico, pero aunque utilice los acontecimientos alrededor de Barrancos como armazón de su relato, Dulce Simões está más interesada en la pervivencia de los hechos en el presente, en los hombres y mujeres del presente, que en la investigación de los hechos del pasado, aunque inevitablemente deba partir de ésta para averiguar aquella. Por eso es también, y fundamentalmente, un libro de antropología.
Y por eso, a pesar de ser un libro sobre un acontecimiento es, sobre todo, un libro sobre la memoria, sobre la memoria de ese acontecimiento en quienes lo vivieron y en quienes hoy viven en las localidades involucradas. Es un libro sobre los mecanismos de conservación de la memoria y su muestra en el rastro oral. Sobre esa memoria colectiva y cómo en ella también se dirime la pugna entre el poder y las gentes, sobre esa memoria colectiva y cómo en ella se aprecian los procesos de dominación del poder y las estrategias de resistencia de las gentes.
Según las propias palabras de Dulce:
En el pueblo de Barrancos, como en cualquier otro lugar, memoria y futuro, pasado y futuro son inseparables. En los lugares, como en la vida, el tiempo se abre bajo nuestros pasos y se proyecta en un presente detrás y delante de nosotros, sobre el antes y sobre el devenir. En contextos de aceleración histórica de cambio de experiencias traumáticas o de conflictos, los individuos inician una lucha por la comprensión de los acontecimientos que los empuja a recordar en función de las necesidades presentes, construyendo un sentido sobre un pasado que sea significativo para el futuro.
Este es un libro sobre el poder, sobre los mecanismos de dominación del poder, pero también un libro sobre la periferia, sobre los márgenes geográficos y sociales de una frontera apartada y de sus pobladores. Y, en este sentido, es un libro sobre lo local, sobre las comunidades locales, sobre lo rural y la ruralidad.
Decía al comienzo de mi intervención que el libro de Dulce, que comienza con esas dos palabras tan nacionalistas como “frontera” y “guerra”, no trata, paradójicamente, de naciones. Y es que este es un libro sobre pueblos, en el triple sentido que los diccionarios atribuyen a este vocablo. Un libro sobre el pueblo de la frontera, esto es, sobre el conjunto de los habitantes que habitan en la raya, más allá del país al que pertenezcan. Pero también es un libro sobre el pueblo, es decir, la gente común y humilde de esa zona. Y, finalmente, un libro sobre pueblos, y más concretamente sobre los de Barrancos, Encinasola y Oliva de la Frontera.
Pero aunque no sea un libro de naciones, es un libro sobre identidades. Un libro sobre la identidad más interesante que existe, que es la heterogénea, la identidad de la mixtura, de la mezcla, de la diversidad, de la frontera, de la impureza de las gentes que se mezclan con otras sobre el terreno frente al afán uniformizador de las naciones ideadas por los poderosos.
Y, finalmente, es también un libro sobre la solidaridad como valor de identidad de las comunidades locales. Aunque esa solidaridad sea analizada críticamente por la autora, que no oculta también los conflictos y los aspectos menos amables de ese roce convivencial entre barranqueños y españoles.
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Ese carácter dual de la obra de Dulce, del que hablaba antes y que se aprecia en esta enumeración de los posibles libros que contiene, sólo se trunca en el hecho incontrovertible de que es un libro sin dobleces, único en su calidad. Está hecho con un mimo exquisito, que aúna el detalle en la exposición de los hechos, el cuestionamiento crítico y la profundidad en el análisis, el adecuado auxilio de fuentes escritas y orales y el sustento de una bibliografía exhaustiva. Sorprende que en un libro tan sólido, tan científico, la autora ―y eso redunda en la excelencia de la obra― haya logrado no desaparecer. Porque no es necesario que en una obra científica desaparezca el autor, aunque hubo un tiempo en que se pensó que las ciencias humanas debían trasladar la asepsia de las ciencias físicas para lograr la solvencia. La introducción de frecuentes referencias personales, la mención a experiencias relacionadas con la memoria de los hechos, sentidos de cerca,  dota de carnalidad al análisis y da pistas sobre hasta qué punto para Dulce Simões ―como ocurre con los empeños intelectuales bien vividos―  este libro y la investigación que lo soporta no ha sido, no es, un mero episodio bibliográfico sino una experiencia biográfica gozosa.  

jueves, 21 de febrero de 2013

Rodríguez de las Heras en Zafra


Antonio Rodríguez de las Heras estuvo en Zafra el pasado 14 de febrero invitado por el Colectivo Manuel J. Peláez. Transcribo a continuación la presentación que le hice y la acompaño de una fotografía antigua de Antonio (de 1985) realizada por nuestro común amigo, fallecido en 1997, Antonio García.

Una actividad más, la segunda, del ciclo de debates organizado por el Colectivo Manuel Peláez. El mes pasado recibimos a un hombre de teatro y de cultura, Juan Antonio Hormigón. Y hoy está con nosotros un hombre de ciencia y de cultura, ARdH.

Antonio Rodríguez de las Heras es gallego. Catedrático de Historia contemporánea y director del Instituto de Cultura y Tecnología de la Universidad Carlos III de Madrid.

Comenzó su carrera docente en la Universidad de Extremadura donde estuvo desde 1974 a 1992 como profesor de Historia y director del Seminario de Investigación del Conflicto. Fue profesor asociado de La Sorbona y de Paris VIII. Desde 1992 es catedrático de la Universidad Carlos III, donde ha sido también decano de la facultad de Humanidades, Comunicación y Documentación.

Entre otras actividades y responsabilidades, es director del Laboratorio del Centro EducaRed de Formación Avanzada, miembro del Consejo de Dirección de la revista Telos, director del master en Dirección de Empresa Audiovisual, y cofundador de la Asociación internacional de Historia de la Computación. Forma parte de algunos consejos de dirección de masters universitarios, revistas e instituciones educativas.

Es autor de varios libros. Últimamente los escribe sobre todo electrónicos, como Por la orilla del hipertexto y Los estilitas de la sociedad tecnológica. Pero también los tiene de formato más convencional, como Navegar por la información, que le hizo merecedor del premio FUNDESCO de Ensayo en 1990, el que dedicó a la vida de Filiberto Villalobos, ministro republicano de Instrucción Pública -que fue su tesis doctoral-, o Historia y crisis, publicado en Valencia en 1976.


Esta podría ser una sintética y académica ficha de quien hoy nos acompaña. He presentado muchas veces a Antonio. Desde hace más de treinta años he tenido la suerte de presentárselo personalmente a muchos amigos, que están aquí entre nosotros. Y también lo he presentado, en público, en algunos sitios. Sitios bastante raros y ajenos al ámbito universitario al que él pertenece, pero del que se escapa siempre que puede. Sitios que, en cualquier caso, además de expresión de la vida errática que uno lleva son también evidencia de la extrema curiosidad intelectual y humana que él tiene.

Lo he presentado en un pueblo andaluz, en una nave llamada Jehova, y llena de creyentes católicos dispuestos a debatir sobre creencias e increencias; en alguna Escuela de Verano de Renovación Pedagógica; en un pueblo extremeño durante un encuentro de Universidades Populares, aquí, en Zafra, en una sesión del Seminario Humanístico... Y hasta en un Congreso al que pusimos el pomposo nombre de Congreso Internacional de la Sociedad de la Imaginación.

Así que me permitiréis que, además de los datos oficiales que os he comentado, diga también algo más personal. Ya llevo demasiadas presentaciones para ceñirme sólo a formalidades.

Si no fuera excesiva petulancia por mi parte, diría sin arrobo que este señor es mi maestro. Pero aunque él sea historiador y yo también, no me refiero a él exclusivamente como maestro de historia. Lo mío está más cerca de la historia discursiva y a él hace ya mucho tiempo que le interesan otros discursos, más conceptuales. Me refiero a que Antonio me enseñó a pensar. En los últimos días varias personas me han dicho que lo consideran uno de los mejores oradores de España. Creo que es una definición injusta, y no porque piense que haya que ampliar el ámbito territorial donde gobierna su facundia, sino porque eso de la oratoria me parece que no es más que mera técnica y lo suyo, en el fondo, es el método.

Esa, la diferencia entre teoría, método y laboratorio fue de las primeras cosas que nos enseñó en los últimos años de la carrera allá a comienzos de los ochenta. Desde poco antes sus alumnos conocíamos qué era eso de un ordenador gracias a su Seminario de Investigación del Conflicto, donde dos enormes Appel II presidían, para escándalo de algún biempensante, el trabajo de unos jóvenes historiadores. Después nos enseñó la profunda cientificidad de la historia en el babelismo –según sus palabras- de las ciencias sociales y humanas. Y también la diferencia entre ideología y mentalidad, entre complicación y complejidad, entre poder y autoridad... Y también la estupidez de compartimentar el conocimiento, el necesario mestizaje de cualquier investigación, la importancia de la interdisciplinariedad, la esterilidad de la especialización... Y también la importancia del arte y de la literatura en el trabajo intelectual

Y hasta nos enseñó el poder prospectivo de la historia cuando en clase de historia contemporánea de España, en cuarto de carrera, nos habló de la inevitabilidad de un golpe de Estado dibujándonos gráficos en la pizarra y, en ese mismo momento, pasadas las 6 y 30 de la tarde del 23 de febrero de 1981, una compañera entró nerviosa en el aula diciéndonos que Tejero se había subido, pistola en mano, a la tribuna del Congreso de los Diputados.

Motero, coleccionista de Torres de Babel, interesado en las innovaciones tecnológicas, preocupado por la educación, por los libros, por la fotografía, por la prensa, activo usuario de redes sociales, y frecuentador de estos rincones de comunicación que son las aulas, los salones, los auditorios... En ellos, Antonio siempre es un ejemplo de palabra certera y bien dicha, pero también y sobre todo de pensamiento veraz y solvente en estos tiempos de tanta filfa y artificio. Maestro... 

miércoles, 9 de enero de 2013

“El amor de la patria. Los moriscos de Hornachos y la república de Salé”



Tengo un amigo islandés, Már Jónsson, que desciende de islandeses raptados por españoles. Sí. Como suena. Con el pasado de todo un vikingo, pero secuestrado. Porque lo habitual es que allá por los siglos IX a XI fueran los vikingos los que se dedicaran a la piratería por estas tierras, pero no que la sufrieran. El caso es que unos centenares de años después también los islandeses recibieron la visita de piratas. Y eran españoles de Hornachos.

Los moriscos de Hornachos expulsados en 1610 de su pueblo por Felipe III y refugiados en Salé, al lado de Rabat, se dedicaron a la piratería por las costas españolas y europeas. En sus incursiones llegaron en 1627 a Reikjavik y secuestraron a 400 islandeses, entre ellos al antepasado de Már Jónsson.

¿Y qué historia es esa de los moriscos de Hornachos? Pues era conocida por los historiadores y ahora la cuenta brillantemente el último documental producido por la Asociación Cultural MORRIMER, de Llerena: “El amor de la patria. Los moriscos de Hornachos y la república de Salé” (72 minutos). La síntesis que han circulado los productores dice:

En el siglo XVI el pueblo extremeño de Hornachos era el principal enclave morisco del reino de Castilla. Gozaba de cierta organización y prosperidad gracias a su laboriosidad y al control del concejo por parte de las familias moriscas más importantes. A pesar de la brutal represión de la inquisición, siguieron practicando en secreto su fe y sus tradiciones. En 1610 la intransigencia religiosa de la sociedad de la época y de sus gobernantes provocó la expulsión de todos los moriscos de los reinos españoles.

A su llegada al norte de África, los moriscos de Hornachos volvieron a dar muestras de su gran capacidad de superación. Se instalaron en Rabat y comenzaron a armar barcos para el corso. En poco tiempo su flota contó con decenas de barcos y se convirtieron en una auténtica potencia corsaria reconocida internacionalmente. En 1627 se independizaron del sultán de Marraquech y crearon la república independiente de Salé.

“El amor de la patria”, que toma su título de una frase de El Quijote, ha sido dirigido por Ángel Hernández y Pedro Martín. MORRIMER ha firmado ya varios documentales y en dos de ellos (“La columna de los ocho mil” y “Los refugiados de Barrancos”) he tenido la suerte de colaborar. En esta ocasión intervienen varios historiadores, investigadores y descendientes de moriscos, como Fermín Mayorga, Francisco Buenavista, Alberto González, Francisco Mateos, Leila Maziane, Hossein Bouzineb, Amal Karioun y Mohamed Bargach. Destaca entre todos ellos la colaboración del prestigioso escritor Juan Goytisolo.

Todos los trabajos de MORRIMER son magníficas piezas de investigación resueltas con mucho oficio fílmico, casi impropio para quienes se declaran aficionados. Por eso no puedo decir que esta nueva producción me haya sorprendido. He disfrutado viéndola, pero al comenzar el DVD sabía con lo que me iba a encontrar: otra soberbia muestra del buen hacer de uno de los colectivos culturales más sobresalientes de Extremadura. Muy recomendable. 

“El amor de la patria. Los moriscos de Hornachos y la república de Salé” se proyecta mañana jueves 10 de enero a las 19:30 horas en el Salón Noble de la Diputación de Badajoz. Más información en www.morrimer.com

martes, 1 de enero de 2013

Los títulos nobiliarios de la Junta de Extremadura


Un reciente artículo de El País ─”Los (discutidos) nobles de Franco”, 29/12/2012─ me ha puesto sobre la pista de una información histórica curiosa relacionada con Extremadura: el primer título nobiliario concedido en España por una institución que no fuera el rey lo otorgó la Junta de Extremadura en 1808. Aunque la información del diario no lo dice, ese título fue ─según algunos─ el de conde de Campo Espina, otorgado el 21 de septiembre de 1808 a Luis Antonio Gómez Galiano y Corral de Villegas (regidor perpetuo de Oliva de Mérida y, según algunas fuentes, vocal de la Junta) y posteriormente confirmado por Fernando VII en 1815 y 1816. Al menos esa es la información que da José Miguel de Mayoralgo y Lodo en su Historia y régimen jurídico de los títulos nobiliarios y la que aparece en las obras canónicas de nobiliaria española.

La Junta de Extremadura, aunque haya quienes estén persuadidos de que fue creada por el PSOE hace treinta años, se fundó el 30 de mayo de 1808  como principal institución política de la por entonces provincia para hacer frente a la invasión napoleónica. A mediodía había sido asesinado en un tumulto popular el conde de la Torre del Fresno, gobernador de Badajoz, y los prebostes locales decidieron llenar el vacío de poder con un órgano colegiado que recogiera la autoridad doblemente amenazada, por la insurgencia del pueblo y por la osadía del intruso. El 22 de septiembre de 1808 la Junta Suprema de Extremadura decidió conceder a sus miembros determinados honores y distinciones “en consideración a los distinguidos méritos y servicios que han contraído en las actuales circunstancias”. A los militares les elevó la graduación, a los sacerdotes y juristas les nombró miembros de los Consejos de la corona o de la Audiencia, y a otros les otorgó un título nobiliario.

En ese contexto se debió de producir la concesión del título de Campo Espina. Pero, revisadas las actas de esa institución (que están en el archivo digital de la Diputación de Badajoz) no he podido hallar el acuerdo de concesión. Y es raro, porque sí figuran otros. El 25 de septiembre de 1808 se le da a Josef de Chaves, diputado del partido de Llerena, el título de conde de Casa Chaves. Y unas semanas después, el 3 de noviembre, se le otorga a Fructuoso Retamar, diputado de Mérida, el de marqués de Valdelapeña, que parece ser que no aceptó.

Ni en las actas ni en otras fuentes relacionadas con la Junta Suprema de Extremadura que he manejado figura el condado de Campo Espina. Resulta extraño que la fecha de la concesión fuera el 21 de septiembre. Ese día la Junta no tomó acuerdo alguno. Además hubiera resultado insólito conceder un título a alguien un día antes de generalizar las mercedes a la mayoría de los vocales. Y no sólo eso. Tampoco aparece Luis Antonio Gómez Galiano como vocal de la Junta ni en la relación que da en 1908 Román Gómez Villafranca (Extremadura en la Guerra de la Independencia) ni en la 1926 de Jesús Rincón Giménez (Apéndice II de su libro sobre El Regañón). Así pues, es seguro que la Junta de Extremadura concedió títulos y muy probable que fuera la primera institución que lo hizo sin ser el monarca, pero  tengo mis dudas de que el primer título fuera el de Campo Espina y la fecha la del 21 de septiembre de 1808. Para mí que el primer título fue el condado de Casa Chaves y el día el 25 de septiembre de 1808. Quizás no tenga importancia, pero se trata de un nombre y de una fecha. Y esas son las evidencias mínimas de la historia.  


jueves, 25 de octubre de 2012

Biografías


Hubo una época en que historiar la vida de personajes era síntoma inevitable de adscripción al positivismo. El estructuralismo arrinconó la biografía en el armario de los géneros vetustos. Un comprensible rechazo a reducir a las vidas de los notables lo único importante del pasado de los pueblos ─como hacía la historiografía tradicional─ llevó a algunos historiadores al extremo de alejarse de toda peripecia humana, a no individualizar a nadie entre lo colectivo.

La biografía, uno de los más viejos géneros historiográficos, ha estado mal vista durante decenios por una mal entendida veneración al papel de las masas y una exagerada aversión a considerar el acontecimiento como lo que es: la unidad mínima del hecho histórico. Pero desde hace años ha adquirido una pujanza nueva. Libres ya de los prejuicios ─más ideológicos que estrictamente historiográficos─ que impedían conciliar convicciones entendidas como contrarias, los nuevos historiadores son conscientes de que lo individual y lo episódico forman parte de la historia en la misma medida que lo colectivo y lo procesal. Más aún: que el individuo y el episodio son los necesarios eslabones de la colectividad y el proceso.

Una buena biografía contribuye al conocimiento del pasado tanto o tan poco como lo hace una serie ordenada de datos económicos. Depende de la pericia de quien la hace. Y, si es mala, al menos aporta datos que ─aunque mal hilados─ servirán para que otros indaguen en la personalidad del biografiado hasta lograr reconstruir su aportación al período que le tocó vivir.

La trascendencia de la biografía es aún mayor cuando abordamos el estudio de períodos históricos en los que, como el de finales del XVIII y primera mitad del XIX en España, el surgimiento de nuevas fuentes de información permite perfilar los rasgos de personalidades individuales.

El libro que el lector tiene entre sus manos es un libro de biografías y precisamente sobre ese período de la historia de España que va desde mediados del siglo XVIII a mediados del XIX. La primera fecha de nacimiento de los personajes aquí biografiados es 1752 y la última fecha de muerte es 1876, aunque esos ciento veinticuatro años quedan reducidos en el título a cuarenta y cuatro, los que van de 1810 a 1854, período en que se concentró realmente la actividad política de los veintisiete personajes biografiados.

Porque todos estos personajes tuvieron una notable actividad política en la España de esos años. Todos fueron liberales.  Y todos fueron extremeños.

Esos tres rasgos (uno cronológico, otro político, y otro territorial) se expresan en el título de este libro, editado por la Diputación de Badajoz, con veintisiete semblanzas biográficas de otros tantos liberales extremeños de la primera mitad del siglo XIX: Los primeros liberales españoles. La aportación de Extremadura, 1810-1854 (Biografías).

(Primeros párrafos de la Introducción que he escrito para el libro Los primeros liberales españoles. La aportación de Extremadura, 1810-1854 (Biografías), que se presenta en la Diputación de Badajoz hoy, 25 de octubre de 2012 a las 20.00 horas)

lunes, 8 de octubre de 2012

La Diputación de Extremadura, primera diputación de España


El 24 de octubre de 2012 se cumple el bicentenario de la Diputación de Extremadura, precedente de las actuales diputaciones de Badajoz y Cáceres. Las diputaciones provinciales son instituciones liberales surgidas en cumplimiento de la Constitución de Cádiz. Ésta, en su artículo 325, decía que “en cada provincia habrá una Diputación llamada provincial, para promover su prosperidad, presidida por el jefe superior”. Como desarrollo de este artículo, las Cortes emitieron un decreto el 23 de mayo de 1812 ─apenas dos meses después de promulgada la carta magna─ en el que fijaban en 31 las provincias españolas y se mandaba que cada una de ellas estuviera regida por una diputación.

Tras las Cortes, las diputaciones supusieron el inicio efectivo del régimen constitucional en las provincias de España. Pero, además de una pieza del entramado institucional liberal, las diputaciones tenían como objetivo neutralizar el poder emergente de las juntas que, para hacer frente al invasor francés, se habían constituido de manera más o menos espontánea en muchas provincias y territorios.

La situación bélica que vivía todo el país impidió la normal aplicación del decreto de constitución de las diputaciones. La primera provincia a la que los avatares de la guerra le permitieron aplicarlo fue a Extremadura, que creó la suya el 24 de octubre de 1812. Ese mismo día dejó de actuar la Junta Superior de Extremadura, que desde 1808 ejercía como principal poder de la provincia.

La Diputación de Extremadura se constituyó en Badajoz, donde tuvo su sede durante los apenas cuatro años en que estuvo vigente. Cuatro años distribuidos en dos períodos, el primero de octubre de 1812 a mayo de 1814, y el segundo de marzo de 1820 a mayo de 1822, ya que entre ambos se mantuvo anulada por el absolutismo de Fernando VII.

La Diputación de Extremadura fue suspendida por irregularidades por las propias Cortes el año siguiente a su constitución, el 13 de mayo de 1813, y volvieron a convocarse elecciones para elegir a sus miembros. Además de esas irregularidades, la razón de la suspensión es que la nueva institución había caído en manos de los poderosos ganaderos de la provincia, reacios a la nueva legislación que provenía de Cádiz. Pero esta suspensión posterior no invalida que fuera la primera creada en toda España, por delante de la de Cataluña (30 de noviembre) y la de Islas Baleares (12 de diciembre), hoy también ambas desaparecidas. Ya en 1813 el resto de las provincias constituyó también su diputación: Soria, Valencia, Asturias, Valladolid, Galicia...

A pesar de que el marqués de Palacio fue su primer presidente interino, y de que tuvo otro más en el cartógrafo peruano Miguel Lastarria, el político de esa primera Diputación de Extremadura fue el cacereño Álvaro Gómez Becerra, que como jefe provincial titular –el primero de España- ocupó la presidencia de la institución desde mayo de 1813 a mayo de 1814, y volvió a ella durante unos meses de 1820. Gómez Becerra es uno de los principales políticos extremeños de la historia. Ocupó los más relevantes puestos políticos y judiciales de la época. Fue diputado, presidente de las Cortes, ministro en tres ocasiones, senador, presidente del Senado, magistrado del Tribunal Supremo y presidente del Gobierno. Ocupó a lo largo de su vida la jefatura de dos de los tres principales poderes del Estado.

Desde Badajoz, Gómez Becerra puso en marcha la nueva institución y aplicó las disposiciones gaditanas hasta que tuvo que abandonar su puesto al regresar Fernando VII a España y, con él, el régimen absoluto y la pérdida de las libertades. Las instituciones liberales volvieron en 1820, la Diputación de Extremadura se reinstauró y Gómez Becerra fue restituido en su cargo.

A comienzos de 1822 las Cortes de la nación ordenaron una nueva reordenación provincial de España y en Extremadura se suprimió la provincia de tal nombre. Se crearon las provincias de Badajoz y Cáceres, y el 10 de mayo de 1822 se constituyó la nueva Diputación de Badajoz. Suspendida tras el Trienio Liberal, volvería a reinstalarse el 11 de noviembre de 1835 y, desde entonces, ha venido operando continuadamente sin más sobresaltos que los propios de la historia. 
(Publicado en  La Crónica de  Badajoz,  5 de octubre de 2012)

martes, 5 de junio de 2012

La primera mujer que dirigió un periódico en España


Afirma el dicho historiográfico que la historia siempre la escriben los vencedores. Más allá de las evidencias a que conduce verificarlo en historias concretas (y cualquiera de nuestras guerras vale para el caso), la prueba más significativa es la de la propia historia universal y el escaso papel que en las crónicas tiene la mujer. Ahí es donde se comprueba que la historia la escriben los vencedores, esto es, los hombres.

Si atendemos a lo que nos dicen los historiadores de todas las épocas, la mitad de la humanidad habría estado reducida al silencio y a la inacción durante siglos. Después de un supuesto matriarcado remoto, la historia sería de los brutos. En sus aventuras con bestias y otros brutos, poco lugar habría habido para aquella criatura de músculos menos rotundos; si acaso, el papel subalterno de novia enamorada, amante esposa, cuidadora del lar o beata. Pero la mirada no es inocente y el historiador forma parte de la historia que relata. Así que una cosa es el silencio de los historiadores sobre las mujeres y otra que estas hayan estado calladas durante toda la historia.

En el oficio de Clío hay que hacer un esfuerzo constante por adoptar esa perspectiva de género que se aplica en otras materias. Sobre cualquier época, y a pesar de lo que digan las fuentes, el historiador siempre debe preguntarse ¿y las mujeres? ¿qué hacían las mujeres?. Hay que individualizar, singularizar mujeres en el relato de la historia; ponerles nombre y escuchar su relato.

Y ya que hablamos desde un periódico, y desde Extremadura, se me viene al magín la portuguesa, aunque “española por elección”, Carmen Silva, primera mujer que dirigió un periódico en España, vecina un tiempo de Badajoz, y que fue una de las mujeres más destacadas de la llamada Guerra de la Independencia.

¿Heroína a lo Agustina de Aragón? Pues, es cierto modo, sí, porque en su Lisboa natal, a mediados de 1808, salvó de los franceses a los soldados españoles de la división del general Carrafa, que habían sido desarmados y confinados en barcos. Con disfraces y otras argucias consiguió que escaparan de los hombres de Junot y se incorporaran al Ejército de Extremadura. Hubo de huir ella también de su país y llegó a Badajoz, donde el presidente de la Junta de Extremadura, el general Galluzo, le concedió una pensión y le permitió abrir un estanco para sobrevivir. Aquí conoció a un médico militar al que se uniría de por vida: Pedro Pascasio Fernández Sardinó, redactor del primer periódico extremeño, el Diario de Badajoz, y fundador del segundo, Almacén patriótico.

Pero Carmen Silva aunó la audacia y la inteligencia. Tanto ella como su pareja militaban en el liberalismo más extremo de entonces. Los avatares de la guerra les llevaron a Cádiz. Con su compañero –con quien acabaría casándose para evitar maledicencias- fundó uno de los periódicos más radicales: El Robespierre Español. Amigo de las leyes. En julio de 1811, Fernández Sardinó fue detenido por una de las críticas de su periódico. Desde ese momento Carmen Silva asumió la dirección del medio y luchó por la libertad de su marido. Desde el 27 de septiembre de 1811 hasta mediados de 1812 estuvo al frente de la cabecera, convirtiéndose en la primera mujer que dirigió un periódico en España. Además, la portuguesa mantuvo una tertulia política y escribió artículos en otros medios.

Después, en 1814, como muchos liberales, ambos abandonaron el país. Volvió a España en 1820 y se exilió de nuevo un trienio después. Y en el Londres romántico de los años veinte del siglo XIX se perdió la pista de su vida. No es posible que las empresas periodísticas que, a partir de Cádiz, se le atribuyen en exclusiva a Fernández Sardinó (El Español Constitucional, El Cincinato, El Telescopio...) sean exclusivamente suyas. Conociendo a Carmen Silva, participaría en cada una de ellas y habrá sido sólo la memoria frágil de la historia la que haya borrado su nombre.

Un silencio más sobre una mujer. Aunque de ella hay un eco curioso:  la reina culta de Rumanía, Isabel de Wied (1843-1916), adoptó como seudónimo el de “Carmen Sylva”, fascinada por la personalidad de la portuguesa, y con él firmó sus numerosos libros. Por eso en Rumanía aún hay hoteles con su nombre.

[Publicado en Informe Semanal de Extremadura, 2 de junio de 2012]

domingo, 13 de mayo de 2012

La isla de Jersey y Extremadura


Supongo que, a la mayoría, la isla de Jersey tan sólo le sonará, si acaso,  a paraíso financiero. Es uno de esos sitios del mundo donde se puede montar una empresa sin obligación de residir y sin pagar apenas impuestos. Y eso anima mucho a algunos a situar allí capitales evadidos de otros países de fiscalidad más rigurosa. Pero supongo que, a la mayoría, ubicar esta isla en el mapa ya le será más difícil. Y es que es una rareza geográfica, en el archipiélago del Canal, entre Inglaterra y Francia. Allí, pegada a las costas de Normandía y hablando francés buena parte de sus habitantes, la isla es, a pesar de eso, territorio inglés. Bueno, más o menos, porque ya se sabe lo peculiares que son las posesiones que Su Majestad tiene desperdigadas por el orbe. La isla de Jersey, a pesar de su cercanía, no forma parte de la Unión Europea y fue el único trozo del Reino Unido que durante la II Guerra Mundial cayó en manos de los nazis. Además, Jersey, la Cesarea de los romanos y la cuna de las famosas vacas de su nombre, ha sido siempre lugar de proscripción. Fue la Fuerteventura de Víctor Hugo, su “jardín del mar”, su refugio de exiliado. A partir de 1852, tras el golpe de Estado de Luis Napoleón, el gran escritor francés se aficionó allí a la práctica de “las mesas giratorias”, del espiritismo. Y gracias a la güija creyó entrar en contacto con las principales celebridades muertas de la historia e, incluso, alguna de ellas le dictó sus versos.
Vale, ¿y Extremadura?
Pues, que estoy por solicitar el hermanamiento entre esa isla extraña y esta tierra extrema. Porque allí vivieron hace casi dos siglos algunos de los más clarividentes españoles del siglo XIX, varios de ellos extremeños, huidos de España por la persecución política de Fernando VII. Ahora que se habla tanto de los hombres de la Constitución del 12, Jersey fue la isla de los liberales, el sitio donde muchos de ellos esperaron con sus familias a que muriera el rey para volver a la patria. Hasta cuatrocientos españoles vivieron en la isla, sobre todo a partir de 1826, cuando la colonia española refugiada en el barrio londinense de Somers Town se trasladó masivamente a la mayor de las islas de La Mancha. Frente a la más difícil vida urbana de Londres, en Jersey los refugiados podían vivir de la agricultura y de la ganadería y disfrutar, al menos, de un clima más benigno, aunque ventoso.  Otra oleada de emigrados llegó a la isla, también desde Londres, en 1830, cuando la entronización en París del rey burgués Luis Felipe de Orleans hacía presagiar cambios en España.
En Jersey se convirtió a la educación el médico zamorano de Valencia de Alcántara Pablo Montesino, después responsable como director general de Educación a partir de 1836 de levantar el sistema educativo del Estado liberal, fundador de la primeras escuelas normales de maestros e impulsor de las escuelas de párvulos. Él escribió allí su primera obra pedagógica aún inédita Las Noches de un emigrado mientras su hijo Cipriano Segundo, que llegaría a ser el primer ingeniero español y, por su matrimonio con la sobrina de Espartero, duque consorte de la Victoria, correteaba por los campos. Allí vivió modestamente el magistrado de Serradilla y luego ministro de la Gobernación, Diego González Alonso. Y allí escribió su hija, Ignacia González Alonso, un delicioso tratado sobre Agricultura en Jersey en el que nos cuenta, entre otros detalles de la vida de los isleños, cómo su padre criaba guarros que a los nueve meses pesaban doce arrobas.
Aunque sin confirmación, algunas fuentes sitúan también en Jersey durante algún momento del exilio a otros extremeños: José Landero y Corchado, de Alburquerque, luego ministro de Gracia y Justicia; Antonio González y González, de Villanueva del Fresno, que fue presidente del Gobierno quizá con demasiado dinero para el tipo de emigrado que recaló en Jersey y el gran Bartolomé José Gallardo, de Campanario, bibliófilo, también extraño para una isla con tan pocos libros.
Jersey se merece un viaje, qué digo: una peregrinación. En medio del Canal de la Mancha, en una noche ventosa, con el oleaje pegando contra las rocas del islote, podríamos convocar a los espíritus de un buen grupo de sabios liberales, varios extremeños, que se refugiaron aquí, entre las mejores vacas del mundo, huyendo de la intolerancia de sus compatriotas.

(Publicado en la revista Informe Semanal de Extremadura del 5 de mayo de 2012)

viernes, 20 de abril de 2012

¡Viva la República!


El grito es la síntesis de la ideología. Todas tienen varios. Entre exclamaciones, en dos o tres palabras, se concreta un ideario político (¡Amnistía, libertad!, ¡Franco, Franco, Franco!). Y es que la gente agradece lo breve, el eslogan, la marca (¡A las Barricadas!, ¡Heil Hitler!). Hay gritos abiertos (¡Viva la libertad!) y gritos cerrados (¡Vivan las caenas¡), tan cerrados que en ellos se queda toda la ideología que los provoca. Hay gritos crípticos (¡VERDE!, pintaban los monárquicos en las paredes durante la dictadura para decir Viva el Rey de España) y gritos evidentes (¡Tarancón, al paredón!). El grito, en política, más que una fórmula de comunicación o de expresión, es un signo de identidad: “soy lo que grito”.

Hoy es día de un grito. Y, como todos, habrá a quien le emocione y a quien le repugne. Pero, más allá de pareceres, me interesan será por historiador los orígenes: ¿cuándo se gritó por primera vez en Extremadura ¡Viva la República!? No lo sé, como casi nada, pero podemos aproximarnos a saberlo, como casi todo. Uno se imagina que sólo se puede gritar en público y rodeado de gente. Así que sería en alguna de esas, aunque seguro que mucho antes de lo que pensamos.

Desde luego la primera vez no fue el 14 de abril de 1931, del que hoy se cumple el ochenta y un aniversario. Sería más de un siglo antes. Así que no fue tampoco el 5 de agosto de 1883, cuando se pronunciaron los militares de la guarnición de Badajoz pensando que se habían sublevado por la República todas las de España. Ni el 11 de febrero 1873, cuando se proclamó la I República. Ni el 9 de julio de 1859, al final de la reunión que Sixto Cámara mantuvo con soldados en Olivenza para animarles a la insurrección republicana, un día antes de morir, mitad de insolación mitad por beber en una ciénaga, intentando alcanzar la frontera portuguesa para huir de la policía.

No estaría mal, porque soy churretín, pero no creo que fuera tampoco en Zafra aquella noche del 22 de mayo de 1823, cuando los asistentes a un convite en homenaje a los milicianos liberales en retirada desde Madrid perseguidos por parte de los cien mil hijos de San Luis acuchillaron en la Plaza Chica el retrato del rey felón, Fernando VII, en medio de vítores e imprecaciones.

En todas estas ocasiones se gritó, probablemente, ¡Viva la república!, pero ninguna fue la primera. Quizás más que grito, la primera vez sería susurro. No sé. Musitado, por ejemplo, en 1813 por el protorrepublicano de Aldeanueva del Camino Martin Batuecas que ahora investiga su paisano Miguel Ángel Melón, mientras escribía su Catecismo patriótico o del ilustrado y virtuoso español, donde entre otras osadías que le costaron ser cliente de la Inquisición― afirmaba: Que el pueblo puede escoger la forma de gobierno que quiera… aunque no debe establecer ni el monárquico, ni el oligárquico, ni el aristocrático, sino aquel en que los poderes estén separados. O comentado en cuchicheos entre monjitas en algún convento extremeño que a finales del siglo XVIII recibió libros y está constatado de la Francia revolucionaria.

En fin. Hoy conmemoramos al menos yo un grito de hace ochenta y un años que fue dado en Extremadura mucho antes y que ha ido atravesando nuestra historia reciente en los labios de alguna monjita de Santa Clara, de Martín Batuecas, de muchos milicianos exasperados, del pobre Sixto Cámara, de los insurrectos de la guarnición de Badajoz o de los republicanos del 14 de abril, entre otros. En España, no sólo la monarquía puede exhibir galones históricos.

Y de eso, de nombres y fechas, de indagaciones, de reflexiones apoyadas en la historia, tratará esta “Última Thule” que recuerda la última tierra conocida de los antiguos y que hoy inicia su andadura. Cada cierto tiempo traerá aquí pasajes históricos de Extremadura que sean siempre expresiones del pasado, sí, pero de progreso. Porque ni todo lo actual es moderno ni todo lo antiguo caduco. Y una de las mayores evidencias de la ignorancia es el adanismo, creer que todo es nuevo, recién nacido, especie que viene de confundir el desconocimiento del pasado con su inexistencia.

Ah, y ¡Viva la República!

Este texto fue publicado en la revista Informe Semanal de Extremadura del 14 de abril de 2012

viernes, 30 de marzo de 2012

Los liberales desvalidos


Un amigo de izquierdas me recrimina mi interés por los liberales del XIX: que si sólo querían implantar el librecambismo, que si eran miembros de las clases poderosas, que si eran élites con poco arraigo popular… Otro amigo de derechas me echa en cara lo mismo, pero por razones distintas: que si eran masones, que si dieron lugar al cuestionamiento de la monarquía, que si propagaron en España el relativismo ideológico de la Revolución Francesa…
Me empeño en recordarles a ambos que no hay que trasladar a la historia los convencionalismos ideológicos del presente. Y, además, a mi amigo de derechas le cuento lo que hicieron estos liberales buena parte de ellos religiosos o militares para limpiarle el polvo al poder de todos los siglos, y hasta qué punto son el mejor ejemplo en que puede mirarse cualquier demócrata de derechas. A mi amigo de izquierdas le digo que los liberales casi todos intelectuales, filósofos o literatos fueron los revolucionarios de su época, los que abatieron el absolutismo, los que introdujeron en la tríada de la contemporaneidad (Libertad, Igualdad y Fraternidad), la primera y básica noción de “libertad”. Y tampoco son mal ejemplo para que cualquier demócrata de izquierdas se mire en ellos.
Ninguno de mis dos amigos se queda conforme. Ambos recelan. Aunque acaben reconociendo en los liberales históricos los rasgos que yo les enfatizo, no dejan de ver los otros. ¿Por qué? ¿Fueron los primeros liberales del siglo XIX el origen de la derecha o fueron el origen de la izquierda? Creo que el problema para los liberales es que, en cierto modo, fueron la raíz contemporánea de ambas ideologías. Y si, con esos galardones, puede parecer paradójico que casi nadie salga en su defensa, la verdad es que por eso mismo todos creen ver en ellos rasgos de sus contrincantes políticos actuales.
Todas las corrientes ideológicas de nuestro actual espectro político ―salvo, quizás, las más extremas― deben algo al primer liberalismo decimonónico. En España, gracias a los trabajosos embates de 1812, 1820, 1834, 1854 y 1868, los liberales fueron abriendo los cauces de participación del Antiguo Régimen y sustituyéndolo por un sistema nuevo el Estado liberal que, con la aportación del republicanismo y del movimiento obrero a lo largo del siglo XX, ha acabado sintetizándose en el modelo democrático actual.
La trascendencia del primer liberalismo es indudable. Y eso enaltece aún más a los extremeños que, en buena parte, lo encarnaron: Diego Muñoz Torrero o Francisco Fernández Golfín (a quienes les costó la vida); José María Calatrava, Álvaro Gómez Becerra, Antonio González y González o Juan Bravo Murillo (que presidieron gobiernos tras haber sufrido cárcel o exilio); Juan Justo García, Bartolomé José Gallardo o Diego González Alonso (que escribieron sobre las nuevas ideas o contra las antiguas), y otros que protagonizaron las sesiones de las Cortes o asumieron ministerios. Se viene diciendo últimamente y es verdad: nunca ha habido una época con más protagonismo extremeño en la política nacional.
Pero en Extremadura siempre existe alguna razón para resistirse a la unanimidad. Y, en esta ocasión, ese sempiterno motivo de discordia nos lo ofrece la bifronte personalidad de los primeros liberales. ¿A quiénes homenajeamos en este bicentenario de la Constitución liberal de 1812? ¿A los nuestros o a los otros?
Ante la duda, asistimos a incongruencias tales ―y es sólo un ejemplo― como que, con la intención de incorporar en la nómina de los liberales a alguno de “los suyos”, uno de mis amigos considere liberal a quien no lo fue. Será que piensa que don Diego Muñoz Torrero era demasiado izquierdista (¡Bendito sea Dios!), y que cree conveniente acompañarlo de alguien que él considera más de su cuerda. Y para eso, en vez de buscar a los más tibios o menos significados entre los liberales, busca directamente a alguno entre las filas contrarias, las absolutistas, y lo convierte en constitucionalista. ¡Si don Francisco María Riesco, inquisidor general del Tribunal de Llerena, levantara la cabeza y viera que alguno pretende convertirlo en liberal sólo por el hecho de haber sido diputado en Cádiz! Es que tiene que haber de todos los colores, me dice mi amigo. Sí, pero, para conmemorar la Constitución del 12 no parece muy oportuno homenajear a quienes se opusieron a ella. En fin. El desvalimiento de los liberales llega hasta ese punto de considerar tales a quienes nunca lo fueron.
Las conmemoraciones deben ser oportunidades para recuperar la memoria de acontecimientos o personajes que puedan servirnos para orientarnos en el presente. No puede ser más certero ese dicho que afirma que la vida sólo se vive mirando hacia adelante, pero sólo se entiende mirando hacia atrás. Espero que las celebraciones sobre 1812 que en estos días se prodigan no sirvan para encontrar nuevos motivos de polémica estéril entre las ideologías predominantes, y que todos reconozcamos en los liberales históricos parte de lo que hoy, políticamente, todos somos.
(Publicado en el diario HOY el 26/03/2012)

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Recuperado un manuscrito sobre la Guerra de la Independencia en Extremadura


De muy relevante debe calificarse la publicación de Sucesos históricos de la capital y pueblos de Extremadura en la revolución del año de mil 1808, última entrega de la “Serie Rescate” de la Editora Regional de Extremadura. Se trata de un manuscrito, inédito hasta ahora, del fraile dominico Laureano Sánchez Magro, editado y anotado por Isabel María Pérez González y Fernando Pérez Fernández.

Sabía de la existencia del texto sólo por alguna mención a él en estudios anteriores de Isabel María Pérez, ya que los principales bibliófilos extremeños lo desconocían. Su padre, el escritor Fernando Pérez Marqués, lo conservaba entre sus papeles y libros con la intención de que pudiera ser publicado en el bicentenario de los hechos históricos a los que alude. Autora de varios estudios sobre Carolina Coronado y reconocida experta en el siglo XIX pacense, Isabel María Pérez ha cumplido con el deseo paterno y, además, lo ha hecho dándole cierto aire de compromiso de familia, ya que le acompaña como coautor de la edición su sobrino Fernando Pérez Fernández hijo del fallecido Fernando Pérez González a quien amadrina en las lides de la investigación.

El manuscrito de Sánchez Magro es un relato coetáneo de los principales acontecimientos de la guerra contra los franceses en Badajoz y sus pueblos. Aunque el original no es una excelsa muestra literaria, sus insuficiencias se compensan como señalan sus editores “con la pasión de lo vivido, la frescura de lo inmediato (y) la sinceridad de lo espontáneo”. En cualquier caso, es la veracidad y no el goce estético lo que pretendía el fraile dominico. En este sentido, resultan especialmente interesantes el relato de hechos como los que condujeron al linchamiento del conde de la Torre del Fresno, a finales de mayo de 1808; la reivindicación de la conducta del vecindario de Badajoz durante el sitio a que fue sometido por los franceses en febrero y marzo de 1811; la censura del comportamiento del general Ymaz tras la muerte del general Menacho; los atroces desmanes provocados por los ingleses en el saqueo de la ciudad de abril de 1812…

Laureano Sánchez Magro, nacido en Zafra en 1776, era un dominico que dio algún bandazo ideológico durante su vida. A pesar de las opiniones filoabsolutistas en este texto, escrito en 1817-1818, apenas tres años después -durante el Trienio Liberal- se expresó como partidario de las ideas liberales y como tal fue procesado al comienzo de la Ominosa Década. Es una pena que no se hayan conservado documentos que expliquen de manera más clara a qué se debió esta transformación ideológica, que por lo abrupta suscita muchas dudas.

Especial interés tiene el texto para la historia de Zafra de esos años. Quizá por ser el autor natural de esta villa o por el indudable protagonismo que tuvo en algunos de los hechos relatados, Zafra es mencionada en varias ocasiones, ofreciendo datos desconocidos hasta ahora, como los de una incursión francesa “vigilada” por el pueblo:

Algunos de los franceses de la guarnición de Fuente del Maestre se presentaron en Zafra el día dos de abril [de 1809] con el objeto de pedir raciones. Dirigidos a la casa del juez, los siguió un inmenso pueblo inspeccionando sus acciones. Los enemigos llenos de terror, ansiaron el momento de salir de la villa sin esperar los artículos pedidos, ni atreverse a volver a ella.

Desgraciadamente la única hoja que le falta al manuscrito es la siguiente al relato de la captura y fusilamiento en Zafra del capitán José Asensio y su partida, a finales de enero de 1812. Es posible que esa hoja perdida iluminara un poco más unos hechos aún oscuros en Zafra, como el conjunto de esta obra gracias al rescate de Isabel María Pérez González y Fernando Pérez Fernández ilumina un poco más la historia de la guerra contra los franceses en Extremadura.