martes, 6 de agosto de 2024

ZAFRA, 7 DE AGOSTO DE 1936

 


Barricada de adoquines y sacos terreros en la entrada de la calle Sevilla (Zafra). Fotógrafo: Eduard Foerstch, agosto-septiembre de 1936 [Biblioteca Nacional de España]

Todos los 7 de agosto recuerdo, de noche, la columna aún a oscuras de los hombres del comandante Castejón caminando los cinco kilómetros de Los Santos de Maimona a Zafra. Venían de África. Eran las 3 de la madrugada. Recuerdo que ese viernes nadie, nadie de quienes aún no habían huido de la ciudad, pudo dormir.

Desde la batalla entre la sierra de San Cristóbal y la del Castillo, dos días antes, nadie dormía en ninguno de los pueblos de alrededor. Quinientos campesinos mal armados, junto a algunos militares de la guarnición de Badajoz, más o menos leales a la República, se habían enfrentado durante cinco horas de calor sofocante a dos mil legionarios y regulares que subían por la ruta de la Plata. En el cielo, las hélices de seis aviones de Tablada; ni uno solo del Gobierno. En el suelo, los cadáveres en aspa.

Tras esa victoria de los sublevados, se sabía que no tardarían en invadir Zafra. Uno de los aviones rebeldes había tirado ese día bombas de mano en la Plaza Nueva. A la hija de Croche, el de la gasolinera, le hirió una esquirla. Alguien dijo que había visto también caer una granada en las aguas de la charca, al lado de la Alameda, que no explotó. Años después lo haría.

Las sábanas blancas colgaban de los balcones de muchas casas mientras centenares de hombres y mujeres, agarrando a sus niñas y niños, se iban Muladar abajo o por el camino de La Lapa al campo, al Castellar, a la Albuhera o al cerro de Pedro Toro. Recuerdo a mi bisabuela Lola que, en el balcón de la casa de la calle Santa Catalina, puso el sacudidor de trapos blancos «para que hubiera paz». El alcalde, Pepe González, había reunido al vecindario en la plaza la noche anterior para recomendar que no se resistiera a las tropas. Algunos murmuraban, discrepantes. Tras los muchos muertos en la sierra, para González aún había esperanza de que no hubiera más sangre. Fue la última intervención para evitarla de quien cinco meses antes había llegado a Zafra de Alicante tras dos años de cárcel y que, desde entonces, se había empeñado —imponiéndose a los más extremos— en impedir represalias contra la gente de derechas. Y ahora los partidarios de estas eran quienes amenazaban con arrasarlo todo.

Recuerdo el cañoneo a las 5 de la mañana sobre las estaciones ferroviarias, donde un tren partía con los últimos dirigentes. Los proyectiles del artillero Fernando Barón buscaban también la Fábrica de la Luz, cerca del cuartel de la Guardia Civil, y recuerdo el estruendo de alguno al impactar en la esquina de la calle Ancha. Desde entonces, al gitano Maito, que vivía allí, nunca se le quitó el miedo del cuerpo. Siempre pensó que había sido un castigo divino. Fue uno de los que había llevado agua el miércoles a los campesinos enfrentados en la sierra con los militares que venían de África. Los combatientes, cuando necesitaban beber, se volvían y gritaban ¡Agua, Maito!, y él se acercaba con el búcaro. Recuerdo las chanzas, ya años después, de algunos (¡Agua, Maito!) cada vez que el hombre —que a mediados de ese agosto del 36 fue obligado a ayudar al sepulturero Domingo León a enterrar a tantos fusilados— se dejaba ver por las calles.

Luego, a las 6 de la mañana, se me viene siempre a la cabeza Cirilo. Trabajaba de peón en Terán. Era un chaval sin familia. Esa noche estuvo bebiendo vino en un aguaducho que había al final del pueblo, más allá de la Alameda. Le tocaba guardia, pero acabó borracho. Apareció en medio de la carretera un coche blindado con los primeros que entraban en Zafra. Encaramado en un cinamomo, Cirilo, a pesar del máuser tembloroso sobre el hombro, era un blanco fácil. Tira un tiro… tira otro…, le jalea uno de los legionarios. Tras fallar los disparos y agotar la munición, el militar le dispara desde lejos en la frente y lo abate. Fue el único que murió ese día en Zafra con el arma en las manos.

Recuerdo a las tropas al entrar en el Campo de Sevilla a las 7 al toque de la corneta y guiadas por algunos falangistas locales. Una de las camionetas tiene pintada la cara de Azaña, al que le han puesto unos cuernos. Y recuerdo al capitán Fuentes y su blindado en la puerta de Santa Marina. No hizo falta que liberara a nadie, a ninguno de los presos de derechas arrestados hasta entonces allí, porque la guardia la habían levantado los socialistas a primera hora, al tiempo que se marchaban del pueblo las autoridades republicanas, y todos salieron sanos y salvos: los hermanos García Goitia; Antonio Martín, «el Dorador»; Fernando, «el Gallego»; mi tío Gori, «Rabito», a quien abuela Laura le llevó todos los días la tartera con algo de carne; Román Hernández, «el Chileno»; don Daniel, el cura —que durante el encierro sufrió alguna bofetada—, Burgos el del Juzgado, su hijo Diego; y otros hasta veintitantos, como Antoñito Zoido, «el último de la conquista».

A las 8 de la mañana recuerdo a Castejón en el Ayuntamiento. El nombramiento de la Gestora, con los ricos del pueblo. Y las primeras listas, con el comandante sentado en la alcaldía, decidiendo entre la vida y la muerte. Y las discusiones para poner y quitar nombres hasta llegar al «uno por ciento». Y las primeras quinientas pesetas encima de una mesa para evitar una captura. Recuerdo al capitán de la Guardia Civil, Luengo, que se presentó en la alcaldía, apresurado desde su casa, donde convalecía de un cólico nefrítico y fue degradado a teniente allí mismo —¡quítese una estrella!— por haber sido ascendido durante el Frente Popular. En el patio del Ayuntamiento se concentran los primeros detenidos y en la puerta, los primeros familiares, que traen papeles para demostrar la inocencia de los que están siendo apresados. Así salvó la vida el maestro Ramón Gerada, a quien unos meses antes habían echado de la Casa del Pueblo y pudo demostrarlo.

Recuerdo las puertas abiertas de las casas para que los moros no las echaran abajo. Y cuando encontraban cerrada alguna, la rapiña en el interior, los muebles volando por los balcones y la mercadería en el zaguán. Una máquina de coser, algún reloj: ¡Paisa, barato, barato!

Recuerdo los primeros parapetos con sacos terreros en las entradas del pueblo para impedir salir y entrar sin control. Uno de ellos en la calle Sevilla. Y la batería de tres piezas de artillería del capitán Mora Figueroa, situada en la puerta del taller de los Terán para batir la sierra del Castellar.

A las 11 recuerdo la misa en La Candelaria. El templo abarrotado y los «detente bala», hechos con las monedas de El Rosario, en los pechos de los militares. Y a don Daniel, ya de nuevo en el púlpito. Y al cura Juan Galán concelebrando antes de unirse a las tropas y de pedir su pistola. Recuerdo al medio centenar de personas capturadas, en círculo, con los ojos muy abiertos y las manos atadas, en el centro de la plaza Grande, esperando. Y a la gente alrededor, con brazaletes blancos, mirándolas, sin atreverse a hablarles. Y a los soldados que deambulan con los máuser entre los brazos, que preguntan, que buscan los nombres apuntados a lápiz —y no tachados— en pequeños papeles. Y a Castejón, tomando un refrigerio, ya todo decidido, bajo los soportales, sentado en un sillón de enea que le había sacado a la calle don Tomás, el farmacéutico.

Nunca se me olvida el calor de las 12 de la mañana de ese día 7 de agosto de 1936 en Zafra. Y la comitiva ya por la calle Sevilla de vuelta a Los Santos. La gente aplaudiendo, atemorizada o llorando escondida tras los visillos. Y la cuerda de presos, atados en grupos de siete u ocho, con las caras desencajadas, hasta el medio centenar de ese día, una cuarta parte de los doscientos asesinados en esas semanas: el guardia municipal Antonio Amaya; el capataz de CAMPSA Ángel Caño; los chóferes Luis Mata y Ramón Galea; Paca Infante, madre del «Correcalles»; el secretario del Instituto Luis Madroñero y los bedeles Antonio Guerrero y Teodomiro Trujillo; Fernanda «la Reverte», a quien el criminal de «el Chileno», falangista, le hizo pagar todos sus desplantes; el empleado del Ayuntamiento Julián Vitorique; el factor ferroviario Laureano Rubio; el director de Telégrafos Juan Antonio Zambrano; el carpintero Máximo Torreglosa; el industrial Diego Luna; los hermanos Coronel; los hermanos Montaño y los braceros Felipe Ortiz, Manuel Garrido, Cesáreo Sánchez…  Y don Rafael, el modelista, fuera de la cuerda, pero sin querer separarse —ya nunca lo haría— de doña Juana, la maestra, presidenta de la Sociedad Femenina de Oficios Varios de Zafra, también apresada.

A cada poco, los militares que regresan en comitiva a Los Santos se detienen para que sean fusilados siete u ocho de los presos. Parecen una gran serpiente africana que repta por el monte extremeño entrando en España. Don Rafael camina como un autómata —recuerdo— al lado de su mujer, hasta que le toca al grupo de ella y la sacan de la fila, ya subiendo la cuesta de San Cristóbal, pasado el Puente Aragón. Y él se abraza a ella. Y así los matan.

Recuerdo ese mediodía de hace ochenta y ocho años, el peor nunca vivido en Zafra, como si fuera hoy, aunque no estuve allí. Los camiones, los caballos, las tropas, los cadáveres abandonados, los perros que ladran y olisquean la sangre, el canto de las chicharras, las moscas, el miedo, el calor… Sigo oyendo el ruido atroz de las balas de los fusilamientos que, cada diez minutos, apenas estorban la marcha de los «conquistadores», y veo alejarse por la carretera de Los Santos la enorme polvareda de la crónica fatal de ese día, el rastro sofocante de nuestra historia.

José María Lama

Agosto 2024

lunes, 20 de mayo de 2024

¿POR QUÉ DESTRUIR LO QUE FUNCIONA?

 

Los cambios del Ayuntamiento de Zafra sobre el Premio Dulce Chacón de Narrativa Española

Los premios literarios, si son solventes, no solo honran a quienes los ganan, sino a las instituciones que los otorgan y a las ciudades que los impulsan. En Extremadura hay varios galardones literarios de ámbito nacional que prestigian la región y le dan nombre en España. Entre ellos está el Dulce Chacón de Narrativa Española, de Zafra. Desde hace veinte años este galardón ha reconocido a buena parte de las mayores firmas de la narrativa del país, uniendo así el nombre de Dulce y el de Zafrael nombre de Extremadura a la mejor literatura española. ¿Cuánto vale la promoción obtenida en toda España por Extremadura gracias a estos premios? ¿Está bien empleado el esfuerzo económico que supone organizar y dotar estos galardones, convertidos en actividades culturales de altura para nuestra región? Rotundamente, sí.

El Ayuntamiento de Zafra publicó el pasado 11 de abril en el Boletín Oficial de la Provincia de Badajoz una resolución con las nuevas bases del Premio Dulce Chacón de Narrativa Española para 2024, aunque han pasado desapercibidas hasta que el martes, 14 de mayo, el alcalde de Zafra dio una rueda de prensa para anunciarlas, junto a los nombres del nuevo Jurado y los títulos de las novelas finalistas en esta edición. A la protesta por esos cambios de Luciano Feria, promotor y primer secretario del Premio, ha seguido la crítica de las hijas de Dulce y de su hermana, la novelista y poeta Inma Chacón, y una notable reacción de escritoras y escritores, de lectores y lectoras, en Extremadura y en España. Hoy por hoy, creo que son evidentes varias cuestiones:

1.ª La calidad de las obras galardonadas y finalistas de este premio estaba antes asegurada por la selección previa de un nutrido grupo de críticos de algunas de las principales revistas y suplementos literarios de España, que ofrecía al Jurado una serie de obras publicadas el año anterior, uniéndose a estas las que los propios miembros del Jurado proponían y obteniéndose la lista definitiva de finalistas mediante una votación. Al suprimirse en las nuevas bases las propuestas de los críticos y la votación, la selección queda reducida al criterio exclusivo de los miembros del Jurado, nombrados con carácter indefinido, y cada uno de los cuales propone sin discusión la obra de su preferencia y la convierte automáticamente en finalista. Y eso, como es obvio, merma la calidad y el rigor del Premio.

2.ª El criterio de selección fundamental era la calidad literaria y a ella se añadía “el contenido humano de las obras seleccionadas, de manera que se encuentren vinculadas a principios tales como la dignidad, la justicia y la solidaridad entre otros valores humanos, tratando con ello de asociar el premio a la trayectoria vital y estética de Dulce Chacón”. Al suprimirse en las nuevas bases este criterio suplementario de selección parece que el premio, como sugiere la familia, “ya no representa los valores de la persona que le da nombre”. Y eso, evidentemente, difumina los lazos del Premio con Dulce.

3.ª Una de las singularidades más estimables era la participación popular a través de un foro de lectura de vecinas y vecinos de Zafra que, tras leer las obras finalistas, indicaba a la alcaldía cuál debía ser su voto en el Jurado. A través de esta magnífica iniciativa de popularización de la cultura, se lograba que Zafra -como ha dicho Luciano Feria- “hiciera verdaderamente suyo el Premio de Dulce y, por tanto, viviera como propia, no como mera espectadora, la memoria de aquella mujer extraordinaria”. Las nuevas bases suprimen el voto popular. Y eso, lamentablemente, cercena la participación ciudadana en el Premio.

4.ª El ámbito nacional del galardón era otra de sus señas de identidad. En sus dieciocho ediciones lo han obtenido enormes personalidades de la narrativa española. Que entre ellas haya habido cuatro escritores extremeños los enaltece e indica a las claras el papel que juega hoy Extremadura en el panorama literario nacional. Resulta incomprensible que el alcalde de Zafra diga que los nuevos aires que quiere darle al premio consistan en que esté “más centrado en Extremadura y vinculado al ámbito literario” (!?). Y eso, junto a nuestra curiosidad por saber a qué ámbito estaba entonces antes vinculado, nos hace dudar que siga teniendo a partir de ahora proyección nacional.

5.ª Los costes económicos del premio Dulce Chacón siempre han merecido la pena, tanto por su moderación como por los resultados promocionales obtenidos a cambio por la ciudad. La cultura no es un gasto; es una inversión. Por eso resulta improcedente la preocupación, rayana en la miseria, que el Ayuntamiento traslada a las bases, que a partir de esta edición exigen que el ganador del premio sufrague hasta su alojamiento en Zafra. Y esas penurias cuestionan su mantenimiento económico.

En definitiva, el Premio Dulce Chacón de Narrativa Española era riguroso en el procedimiento de selección, encarnaba la preocupación por los valores humanos y sociales que simbolizó Dulce Chacón, se abría a la participación ciudadana mediante el voto popular, consolidaba edición tras edición su carácter nacional y, con contención económica, era un timbre de prestigio para Zafra y Extremadura. En una palabra, funcionaba. Entonces, ¿por qué destruir lo que funciona?

jueves, 21 de marzo de 2024

BAJO TIERRA SECA. Inverosímil novela de un inverosímil Premio Nadal


Bajo tierra seca  de César Pérez Gellida

Premio Nadal, 2024

Ediciones Destino, Barcelona, 2024


No sé qué me preocupa más tras la lectura de este libro. Si la distancia, no solo cronológica, abierta entre el Premio Nadal 2024 y el que obtuvieron hace ochenta años Carmen Laforet con Nada o Miguel Delibes con La sombra del ciprés es alargada, o la evidencia del estropicio provocado en la literatura española por el mercantilismo sin límites, singularmente el de la editorial Planeta que, dueña desde 1996 de la editorial Destino, ha acabado arrastrando por los suelos el otrora prestigioso galardón de la colección Áncora y Delfín, convertido hoy en émulo del falaz Premio Planeta.

¡Vaya novela! Se han lucido los miembros del jurado (Inés Martín Rodrigo, Care Santos, Lorenzo Silva, Andrés Trapiello, todas firmas de la casa ganadoras de ediciones anteriores, y el director de la editorial, Emili Rosales), quienes decidieron conceder a este comistrajo literario —y entre otros 824 candidatos— los 30.000 euros de la distinción. O han acertado plenamente, porque está claro que la editorial, dueña del criterio del jurado, solo pretendía a los 300.000 (a diez euros por lector) que, según dicen, siguen al escritor de novela negra César Pérez Gellida. La calidad del libro es lo de menos; lo que importa es el nombre del autor y a cuántos pueda tener detrás.

Ya la portada es un juicio anticipatorio de calidades: el círculo de fuego, la mujer con la vela en las manos, las orquídeas negras apenas entrevistas… en fin. Y dentro del libro, el horror. Y no solo porque todo acabe perdidito de sangre.

Parece ser que se iba a titular Orquídeas negras. Supongo que alguien, allí en la gran ciudad, decidió titularla Bajo tierra seca ya que el autor la ambientaba en Zafra y eso, según parece, está en el centro de la provincia de Badajoz y por allí debe estar todo seco. Aprovechaba así una conclusión algo insultante de Gellida —que califica como paisaje anodino la dehesa extremeña: «bajo tierra seca nada bueno germina».

Aunque dicen que la ficción lo aguanta todo (porque la realidad la supera, argumentan), es exigible en quien la escribe cierta prudencia para no acabar fabulando sobre lo inverosímil. Y cierta contención en los rasgos de los personajes, para que no todos devengan en malos malísimos. Y cierta profundidad en el planteo de las situaciones, para que haya algo más que acción.  Bueno, pues nada de eso se cumple en esta novela. De principio a fin la sensación es de irrealidad, de simpleza y de una enorme ineptitud en el manejo de la trama. Solo hay virtuosismo en la descripción de cómo penetran las balas en las muchas víctimas del texto. Lo demás, un argumento huero, mezcla de Marcial Lafuente Estefanía, del recurrente Sherlock Holmes y, sin su genial laconismo, del más violento Tarantino, que alguno ha dado en llamar «novela negra rural» y que directamente es un sonrojante y tremendista ejemplo de la peor literatura.

Una perversa mujer, bastante ninfómana, Antonia Monterroso, se convierte en una viuda negra que mata a sus maridos para quedarse con todo y, tras buscar pretendientes con un anuncio en la prensa, acaba sirviéndose del capataz de su finca —Jacinto Padilla—para ocultar, previa deglución por los cerdos, los cadáveres de quienes la pretenden. Ese retruécano de obstinación criminal se entremezcla con las peripecias de un teniente de la Guardia Civil adicto al opio, Martín Gallardo, y de sus hombres, armados con Winchester como en el Viejo Oeste y enfrentados a un cacique gordo que fuma puros rodeado de una guardia de matones con escopetas. Y todo así.

Me resulta difícil decidir qué es más inverosímil y fuera de lugar en Bajo tierra seca: ¿un terrateniente extremeño de 1917 que convierte su cortijo en un escenario bostoniano para enfrentarse a tiros con la Guardia Civil, una viuda de la misma época cobrando los seguros de vida de sus difuntos maridos felaciones mediante o la movilidad locomotora de unos personajes que parecen vivir en la era de la alta velocidad al tiempo que recorren cuarenta kilómetros a caballo? Qué más alejado del rigor y la corrección literaria: ¿referirse al pene con la incalificable expresión «cuerpos cavernosos», sin duda anatómicamente certera, denominar «isabelino» al ejército alfonsino enfrentado a los carlistas de la tercera guerra o aludir a los ojos de la malvada protagonista como «destellos irisados en un interior sombrío»?

Bajo tierra seca  está llena de lugares comunes, de situaciones previsibles o inverosímiles, y de una trama entre terratenientes que se desarrolla a golpe de retrospecciones sobre un tiempo presente que transcurre del 17 al 22 de abril de 1917 en Zafra. Y esta elección de un tiempo y un espacio concreto, que debería presuponer cierta intención (¿por qué Zafra? ¿por qué 1917?), acaba siendo la postrera evidencia de la falta de sustancia del relato. Y es que daría igual otro lugar y otra fecha, porque ni la ciudad —una de las menos agrarias de Extremadura y no especialmente seca— ni el año —uno de los más conflictivos de la historia campesina y obrera— se hacen notar en la novela, cuya atemporalidad es indicio de su falta de pulso histórico y donde Zafra es solo un topónimo carente del más mínimo rasgo de singularidad. Una tierra y un tiempo tan escuetos en este libro como su acierto literario. 

 

martes, 13 de febrero de 2024

HAMBRE DE TIERRA. LA CUESTIÓN AGRARIA EN EXTREMADURA

Han pasado ya unos días desde la emisión en Canal Extremadura del documental HAMBRE DE TIERRA. LA CUESTIÓN AGRARIA EN EXTREMADURA, un soberbio trabajo audiovisual de Producciones MORRIMER, de Llerena, en el que hemos colaborado un equipo de historiadores encabezado por Víctor Chamorro, en su última intervención pública antes de morir.

Ha sido muy notable la repercusión, aunque hay quienes no han podido ver alguno de los tres episodios. A continuación dejo aquí los enlaces de la que sin duda es ya una pieza fundamental para entender el pasado de esta tierra:
[Fotografía El Salto]



domingo, 6 de agosto de 2023

Zafra, 7 de agosto de 1936

 




Todos los 7 de agosto recuerdo, de noche, la columna aún a oscuras de los hombres del comandante Castejón caminando desde Los Santos de Maimona a Zafra. Venían de África. Eran las 3 de la madrugada. Recuerdo que ese viernes nadie, nadie de quienes no habían huido de la ciudad pudo dormir. Desde la batalla entre la sierra de San Cristóbal y la del Castillo, dos días antes, nadie dormía en ninguno de los pueblos de alrededor.

Tras esa victoria de los sublevados se sabía que no tardarían en invadir Zafra y las sábanas blancas colgaban de los balcones de muchas casas mientras otros centenares de hombres y mujeres, agarrando a sus niños y niñas, se iban Muladar abajo o por el camino de La Lapa al campo, al Castellar, a la Albuhera o al cerro de Pedro Toro. Recuerdo a mi bisabuela Lola que, en la casa de la calle Santa Catalina, puso el sacudidor de trapos blancos «para que hubiera paz». El alcalde, Pepe González, había reunido al vecindario en la plaza la noche anterior para recomendar que no se resistiera a las tropas. Tras los muchos muertos en la sierra, aún había esperanza de que no hubiera más sangre. Fue la última intervención para evitarla de quien cinco meses antes había llegado a Zafra de Alicante tras dos años de cárcel y que, desde entonces, se había empeñado —imponiéndose a los más extremistas— en impedir represalias contra la gente de derechas. Y ahora los partidarios de estas eran quienes amenazaban con arrasarlo todo.

Recuerdo el cañoneo a las 5 de la mañana sobre las estaciones ferroviarias, donde un tren partía con los últimos dirigentes. Los proyectiles del artillero Fernando Barón buscaban también la Fábrica de la Luz, cerca del cuartel de la Guardia Civil, y recuerdo el estruendo de alguno al impactar en la esquina de la calle Ancha. Desde entonces, al gitano Maito, que vivía allí, nunca se le quitó el miedo del cuerpo. Siempre pensó que había sido un castigo divino. Fue uno de los que había llevado agua el miércoles a los campesinos enfrentados en la sierra con los militares. Los combatientes, cuando necesitaban beber, se volvían y gritaban ¡Agua, Maito!, y él se acercaba con el búcaro. Recuerdo, ya años después, las chanzas de algunos (¡Agua, Maito!) cada vez que el hombre —que a mediados de agosto fue obligado a ayudar a Domingo León a enterrar a tantos fusilados— se dejaba ver por las calles.

Luego, a las 7 de la mañana, se me viene siempre a la cabeza Cirilo, único resistente, empuñando el arma, embriagado y subido a un cinamomo. Tira un tiro… tira otro…, le jalea uno de los legionarios. Tras fallar los disparos y agotar la munición, ese mismo militar le dispara desde lejos en la frente y lo abate. Fue el único que murió ese día en Zafra con el arma en las manos.

Recuerdo a las tropas al entrar en el Campo de Sevilla al toque de la corneta y guiadas por algunos falangistas locales. Una de las camionetas tiene pintada la cara de Azaña, al que le han puesto unos cuernos. Y recuerdo al capitán Fuentes y su blindado en la puerta de Santa Marina. No hizo falta que liberara a nadie, a ninguno de los presos de derecha arrestados hasta entonces allí, porque la guardia la habían levantado a primera hora, al tiempo que se marchaban del pueblo las autoridades republicanas, y todos salieron sanos y salvos.

A las 8 de la mañana recuerdo a Castejón en el Ayuntamiento. El nombramiento de la Gestora, con los ricos del pueblo. Y las primeras listas, con el comandante sentado en la alcaldía, decidiendo entre la vida y la muerte. Y las discusiones para poner y quitar nombres hasta llegar al «uno por ciento». Y las primeras quinientas pesetas encima de una mesa para evitar una captura. Recuerdo al capitán de la Guardia Civil, Luengo, degradado a teniente allí mismo —¡quítese una estrella!— por haber ascendido durante el Frente Popular. En el patio del Ayuntamiento se concentran los primeros detenidos y en la puerta, los primeros familiares, que traen papeles para demostrar la inocencia de los que están siendo apresados. Así salvó la vida el maestro Ramón Gerada, a quien unos meses antes habían echado de la Casa del Pueblo y pudo demostrarlo.

Recuerdo las puertas abiertas de las casas para que los moros no las echaran abajo. Y cuando encontraban cerrada alguna, la rapiña en el interior, los muebles volando por los balcones y la mercadería en la calle. Una máquina de coser, algún reloj: ¡Paisa, barato, barato!

Recuerdo los primeros parapetos con sacos terreros en las entradas del pueblo para impedir salir y entrar sin control. Y la batería de tres piezas de artillería del capitán Mora Figueroa, situada en la puerta del taller de los Terán para batir la sierra del Castellar.

A las 11 recuerdo la misa en La Candelaria. El templo abarrotado y los «detente bala», hechos con las monedas de El Rosario, en los pechos de los militares. Y a don Daniel en el púlpito. Y al cura Juan Galán concelebrando antes de unirse a las tropas y de pedir su pistola. Recuerdo al medio centenar de personas capturadas, en círculo, con los ojos muy abiertos y las manos atadas, ya en el centro de la plaza Grande, esperando. Y a la gente alrededor, con brazaletes blancos, mirándolas, sin atreverse a hablarles. Y a los soldados que deambulan con los máuser entre los brazos, que preguntan, que buscan los nombres apuntados a lápiz —y no tachados— en pequeños papeles. Y a Castejón, tomando un refrigerio, ya todo decidido, bajo los soportales, sentado en un sillón que le había sacado don Tomás, el farmacéutico.

Nunca se me olvida el calor de las 12 de la mañana de ese día 7 de agosto de 1936 en Zafra. Y la comitiva ya por la calle Sevilla de vuelta a Los Santos. La gente aplaudiendo, atemorizada, o llorando escondida tras los visillos. Y la cuerda de presos, atados en grupos de siete u ocho, con las caras desencajadas, hasta el medio centenar de ese día, una cuarta parte de los doscientos asesinados en esas semanas: el guardia municipal Antonio Amaya; el capataz de CAMPSA Ángel Caño; los chóferes Luis Mata y Ramón Galea; Paca Infante, madre del «Correcalles»; el secretario del Instituto Luis Madroñero y los bedeles Antonio Guerrero y Teodomiro Trujillo; la “Reverte”; el empleado del Ayuntamiento Julián Vitorique; el factor ferroviario Laureano Rubio; el director de Telégrafos Juan Antonio Zambrano; el carpintero Máximo Torreglosa; el industrial Diego Luna; los hermanos Coronel; los hermanos Montaño y los braceros Felipe Ortiz, Manuel Garrido, Cesáreo Sánchez…  Y don Rafael, el modelista, fuera de la cuerda, pero sin querer separarse —ya nunca lo haría— de doña Juana, la maestra, presidenta de la Sociedad Femenina de Oficios Varios de Zafra, también apresada. Camina como un autómata —recuerdo— al lado de su mujer, hasta que la sacan de la fila, ya subiendo la cuesta de San Cristóbal, pasado el Puente Aragón, y se abraza a ella. Así los matan.

Recuerdo ese mediodía de hace ochenta y siete años, el peor nunca vivido en Zafra, como si fuera hoy, aunque no estuve allí. Los camiones, los caballos, las tropas, los cadáveres abandonados, los perros que ladran y olisquean la sangre, el canto de las chicharras, las moscas, el miedo, el calor… Sigo oyendo el ruido atroz de las balas de los fusilamientos que, cada cinco minutos, apenas detiene la marcha de los «conquistadores», y veo alejarse por la carretera de Los Santos la enorme polvareda de la crónica fatal de ese día, el rastro sofocante de nuestra historia.

domingo, 18 de junio de 2023

 




UNA MATINÉ DE JUNIO EN ZAFRA EN TORNO A LA LITERATURA


En los actos del Colectivo Manuel Peláez no se invita a nadie. Hoy, en otro de esos actos donde nadie es invitado, pero quienes van son bien recibidos, ha vuelto a completarse el aforo. Y de nuevo ha salido redondo. Un centenar de personas en el Hotel Huerta Honda de Zafra. Gente de todo pelaje y condición congregados en torno a la escritura: la entrega de la undécima edición del Premio de Microrrelatos Manuel J. Peláez. Buena literatura alrededor del ganador de este año, Jesús Navarro Lahera, que se impuso entre los 1.207 textos presentados con su «Derrumbe». Buena música, gracias a las magníficas Lola Santiago y Laura Domínguez. Y buen rollo.

Unánime buen rollo a pesar de que el Colectivo salió de la siempre parcialidad de un proyecto político. Una escisión, allá por 1997, dentro de Izquierda Unida creó una debacle cuando a la izquierda del PSOE había en Zafra más de mil quinientos votos a pesar de que seguía ganando por mayoría absoluta, o casi. Tras algunos años, a principios de siglo, en los que se colaboró en un gobierno municipal de izquierdas, se decidió reconvertir un partido de «arte y ensayo» en una pieza más de la sociedad civil zafrense. Y dedicarlo a la cultura. Se inauguró en fecha solemne, el 24 de septiembre de 2010, con ocasión del bicentenario de la apertura de las Cortes de Cádiz y se hizo con la donación al pueblo de Zafra de un monumento a los liberales, revolucionarios del siglo XIX, que desde entonces se yergue en la Plaza de los Escudos.

A partir de ahí, las pocas perras que se sacan cada año gracias al arriendo de una caseta en la feria de San Miguel se dedican a organizar actos culturales con dignidad y solvencia. Y el principal cada año es este premio de microrrelatos, la edición de un librito con el ganador y los finalistas, y la entrega de los 1.200 euros al premiado. Poquito a poco, el «Manuel Peláez» se ha convertido en uno de los certámenes de microrrelatos más cuidados y prestigiosos de España, con cerca de 20.000 textos y casi quinientos finalistas en sus once ediciones.

Como la memoria que guardamos de Manolo, este premio es un enorme dinosaurio que todos los años se nos aparece, en una emocionante matiné —donde no se invita a nadie, pero todos son bienvenidos—, un domingo de junio, en Zafra, en torno a la literatura.

miércoles, 23 de febrero de 2022

CASUALIDADES

 

Creo mucho en el azar como procedimiento: para decidir la lectura de libros, para callejear por una ciudad desconocida y hasta para reconstruir una historia. Hace más de veinte años me pasaron una fotografía antigua. Están en ella 31 personas. Se trata de una visita a Zafra del gobernador civil de Badajoz. Durante mucho tiempo he pensado que fue hecha en 1931; ahora sé que es de abril de 1932. El gobernador era el llerenense Zacarías Laguna. Le acompañan varios concejales del Ayuntamiento de Zafra y otros políticos. Uno de los proyectos del ayuntamiento socialista de José González, casi escondido en el centro de la imagen, era instalar una colonia psiquiátrica cerca de la ermita de Belén, que al final acabó en Mérida, cuyo alcalde, Andrés Nieto, también está en la fotografía. El gobernador y sus acompañantes visitaron Zafra para conocer los terrenos donde se pretendía levantar las instalaciones. Fueron recibidos por la corporación municipal que les ofreció una comida en el patio de la ermita. Después visitaron la cercana finca "Los Pinos", de José Díaz de Terán, donde este les recibió en compañía de su familia. El fotógrafo de Badajoz Fernando Garrorena acompañaba al grupo y sacó unas imágenes.

La fotografía la publiqué en La amargura de la memoria y cada cierto tiempo vuelvo a ella, obsesivamente, para ir descubriendo identidades. Muchas me han llegado por casualidad: un rostro en otra fotografía, el parecido con un familiar, una deducción a partir de un dato ocasional… Cada vez me faltan menos. Desde hace un par de días todo se ha acelerado. La digitalización y subida a la web por parte de PREMHEX (Proyecto de Recuperación de la Memoria Histórica de Extremadura) de mil doscientos expedientes del Tribunal de Responsabilidades Políticas de Extremadura me ha permitido acceder a la documentación del proceso que los franquistas le abrieron al empresario José Díaz de Terán. En ese legajo de más de quinientas páginas está también la foto. Y es que la culpa de ese proceso la tuvo, en cierto modo, esta imagen. Por ella se relacionó al dueño de la fábrica DITER con los dirigentes socialistas y republicanos de entonces. Gracias a ese legajo he sabido de la fundación en Zafra, unos meses después, de Acción Republicana, el partido de Manuel Azaña, al que pertenecía el gobernador, en la que participaron algunos de los fotografiados. Y gracias a ese legajo, otra casualidad, he sabido de la presencia en Zafra durante unos meses del filósofo Luis Abad Carretero (1895-1971), catedrático del Instituto, luego exiliado en México, creador de la llamada "filosofía del instante", que participó en la creación de ese partido en Zafra. He llegado a pensar que estaba en la imagen y aunque no es así, la foto y el legajo me han llevado a los libros de Abad, que ahora leo.

Ah, y otra vez el azar, al introducir el nombre de Zacarías Laguna en esa boca voraz que es Google me ha devuelto un rastro a un documento del Archivo General e Histórico de la Defensa donde ese nombre aparece unido a otros. Revisándolos, compruebo que coinciden con varios de los que ya había identificado en esta foto. Eso solo puede significar que el documento al que remite —que habrá que consultar— completará la historia de esta foto reconstruida gracias a casualidades. 

jueves, 23 de diciembre de 2021

Una educación

 

Mis lecturas no se rigen, precisamente, por la actualidad. El mercado se mete en todos lados y la literatura o, en general, la edición de libros no es ajena a ese afán comercial que parece pringarlo todo. El presentismo que practican muchos es terreno abonado para que algunos se lucren vendiéndonos lo último como si fuera lo mejor. Hay mucha filfa y mucha nadería envuelta en papel couché recién editado. De ahí mi prevención, que no es neofobia sino cautela, fundada en la certeza de que, en literatura, lo que debe interesar es la calidad —obvio—, no la primicia, y que esta casi siempre es sospechosa hasta que logra demostrar lo contrario.

Valga este exordio para justificar la búsqueda de rarezas bibliográficas fuera del mercado de la novedad, aunque como en el caso que me ocupa se trate de un texto recién publicado. Supe de él —como de tanto— por mi amigo Francisco Espinosa. El libro se titula Una educación. La formación vital de un niño en los años de asentamiento de la dictadura nacional-católica y apenas se han editado, en junio de este año 2021, unos cuantos ejemplares distribuidos por el propio autor en la Editorial Onuba, que acoge autoediciones. Y ese autor, de 83 años, es Antonio Santos Barranca, un médico onubense avecindado en Valencia, que —hijo de un ajustador de taller, lector voraz y niño prodigio— fue uno de los escasos alumnos favorecidos con una beca provincial de estudios en los años cincuenta. Ya adulto, Antonio Santos fue uno de los fundadores del Sindicato Universitario de Estudiantes, opuesto al SEU, iniciador de la asociación Médicos sin Fronteras y creador de la revista Turia, en cuyas páginas publicó una crítica de cine que le valió la cárcel por unos días.  

Al hilo de su propia experiencia de niño peculiar, que nace a la vida y al conocimiento, Antonio Santos Barranca nos ofrece en este libro un magnífico testimonio de la educación durante el primer franquismo y, al tiempo, un buen retrato de la Huelva de mediados de siglo. Los escenarios en los que transcurre el relato, tanto el instituto, como la casa familiar, como “El Bravo”, la finca de los abuelos, en Encinasola, son espacios que se reconstruyen con viveza en la imaginación del lector gracias a una narración vibrante y brillante. El autor describe la vida en las aulas de un instituto tan emblemático como el de Huelva y sus inquilinos tienen la certidumbre propia de quienes han existido realmente. Es, en cierto modo, un libro de memorias, pero el niño que fue Antonio se convierte en un personaje del relato, que en ocasiones adquiere tintes novelescos, con figuras que —según confesión del autor— cambian el nombre y con circunstancias vitales que se trastocan.

El libro engancha por lo que cuenta y por la original manera en que lo cuenta. Desde el punto de vista formal, el texto es heterodoxo, muy peculiar a veces en la puntuación y en la expresión (con algunas erratas, que delatan la necesidad de una revisión), pero eso no empece la calidad de la narración, que se lleva con el ritmo de un torrente. El libro es, según capítulos, biografía de vivencias infantiles, retrato de una familia antifranquista sumida en el silencio de posguerra, historia de un centro docente, informe etnográfico sobre los usos y costumbres en una finca del norte de Huelva, diario de lecturas de un adolescente, cartelera cinematográfica de un ciudad de provincias a mediados del siglo pasado... Es introspección y exhibición a un tiempo; una buena obra literaria y un estimable testimonio histórico. 

Valga como muestra de la hondura de Una educación estos párrafos de la conversación entre Antonio y su abuelo, sin duda una de las relaciones que fundamentan la trama narrativa de su vida y de este libro sorprendente: 

...tener un hijo es una normalidad animal que tienen todos, todos, todos los animales del mundo, pero... sentir que se es abuelo solo es propio del hombre, no del gato ni del conejo.

...la evolución desde el hombre primitivo hasta ahora mismo no hay que contarla de hijo a hijo sino de abuelo a nieto. El salto de padre a hijo es minúsculo para la Naturaleza, significa poco, es pura vulgaridad natural, como el que una rama sembrada acabe dando limones. Un abuelo hablando con su nieto es evolución, salto hacia adelante hasta no se sabe dónde. Acuérdate de esto. 

domingo, 5 de diciembre de 2021

David y la toma de Alconera


[Fragmento de mi libro La amargura de la memoria. República y Guerra en Zafra (1931-1936)]

El 12 de septiembre de 1936 falangistas y militares procedentes de Zafra ocupan Alconera y Atalaya. El grueso de las tropas lo formaba una unidad de infantería dirigida por el capitán Carlos Blond. Aunque algunos autores señalan que apenas hubo resistencia al entrar en Alconera, hay que hacer constar los hechos protagonizados por una especie de "empecinado" local, que pagó con la vida su resistencia.

David Parra, de 28 años, era un buen tirador que había hecho la mili con un tal Nieto, falangista de Badajoz que entró en Alconera con las tropas procedentes de Zafra. Al entrar en el pueblo, Nieto fue a buscar a David con la intención de incorporarlo a la causa. David, que era un hombre de izquierdas, se negó a que lo reclutaran. Se refugió en su casa, cruzó un colchón en la subida al desván y esperó a que vinieran a por él. Al primero que lo intentó lo dejó malherido a golpes. A otro —Carlos Blanco, falangista santeño— le arrancó parte de la oreja de un bocado. Se fue haciendo de las armas de los caídos y se parapetó en el "doblao". A partir de ese momento y gracias a su puntería fue abatiendo a cuantos pretendieron subir a por él. Durante varias horas se mantuvo David en su posición inexpugnable. Al final lo convencieron para que se entregara con la promesa de que no le harían nada. Parece ser que para entonces habían cogido a uno de sus familiares y amenazaban con pegarle fuego a la casa. David se entregó y fue fusilado en la misma plaza. Pero, antes de matarlo, lo hicieron sufrir. Lo torturaron y le cortaron las orejas y los testículos, que después exhibieron los falangistas en sus camisas como trofeos de guerra. 

Aunque literaria, es muy significativa la expresión que Antonio Meca, autor de la obra de teatro España en llamas, escrita en Zafra unas semanas después de los hechos de Alconera, pone en boca de uno de sus personajes: "Aquí traigo yo cuatro o cino orejas de zozialistas [sic], que me las ha regalao un moro". 

Francisco Espinosa reproduce el telegrama mediante el que Franco fue informado el 14 de septiembre de estos hechos: "En Alconera al intentar imprudentemente registro de una casa dos falangistas resultaron muertos. Dos de estos por individuo en ella escondido que no se evadió. También en tiroteo afueras de dicho pueblo fue herido leve un cabo Regimiento Castilla. Susto fuerzas. Sin novedad". 

El mismo autor, a partir de informes de la Guardia Civil, da cuenta de otra versión según la cual al jefe de Falange lo atacó un hombre que luego se refugió en una casa desde la cual acabó con la vida de dos de los que intentaron detenerlo. 

En el Registro Civil de Zafra hay dos rastros más de la toma de Alconera. El primero es la muerte, que he comprobado se produjo en la refriega sostenida con David Parra, de un destacado falangista zafrense, Dionisio Vera Blanco. Había sido cabo de la guardia municipal de Zafra durante el gobierno republicano de derechas (1934-1936) y fue uno de los encarcelados por el Frente Popular en la iglesia de Santa Marina. Su tumba se conserva en el cementerio municipal de Zafra con el yugo y las flechas sobre la lápida. 

La otra partida de defunción del Registro Civil de Zafra que puede estar relacionada con la toma de Alconera es la siguiente: "Ciriaco Pérez Tinoco. Bracero. 55 años. Natural de Alconera. Domiciliado en Zafra, calle Severiana Fernández, 3, bajo. Hijo de Modesto y de María. Casado con María Lima Mejías, de 63 años. Con seis hijos: Modesto, Adrián, Marcelina, Galo, Natividad y María. Murió en su domicilio a las 20 horas del 13/9/1936 a consecuencia de "herida en el vientre". 

Ciriaco Pérez Tinoco, muere «en su domicilio» el 13 de septiembre de 1936 a consecuencia de «herida en el vientre». Pérez Tinoco, aunque avecindado en Zafra, era natural de Alconera. La cercanía entre la toma de este pueblo y la fecha de su muerte me inclina a considerarla resultado de este episodio. La partida induce a pensar que fue un combatiente herido en Alconera y trasladado a su domicilio en Zafra, donde acabó muriendo. La noticia de la hora, el diagnóstico de la muerte, el hecho de que se produjera en su propio domicilio y la inmediata inscripción de la defunción avala esta hipótesis, aunque extraña que su nombre no figure en ninguna de las fuentes que dan cuenta de los caídos en la guerra del bando franquista. Su inscripción en el Libro de Cementerio descarta que su caso fuera un fusilamiento ordenado por los sublevados.

jueves, 27 de agosto de 2020

"EL ECO DE ZAFRA"

 

“El Eco de Zafra” fue el nombre de una experiencia de prensa popular surgida de 1984 a 1986 en el seno de la Universidad Popular de Zafra, proyecto municipal de educación de adultos y animación sociocultural. 

Bajo la dirección de la UPZ -que ejercí en 1984 y 1985 y en la que me sustituyó José Francisco Gras-, un grupo de animosos veinteañeros nos empeñamos en promover un medio de comunicación local que diera cuenta de lo que ocurría en la ciudad y acompañara las iniciativas de dinamización cultural que aparecían por entonces. 

Los graves conflictos políticos de Zafra a mediados de la década de los ochenta del siglo XX condicionaron inevitablemente la vida de “El Eco”, cuyo primer número sufrió un fugaz secuestro por el alcalde y, a partir de ahí, amenazas, acosos e intentos de cierre. 

Al final, se editaron siete números, que salieron a la calle de octubre de 1984 a octubre de 1986. La jefatura del equipo de redacción fue rotatoria, aunque el periodista Ángel Barrena García, que la desempeñó en tres ocasiones, fue el principal impulsor del periódico.

Para algunos, “El Eco de Zafra” es parte de nuestra memoria personal, pero también es una pieza de la memoria colectiva, ya que sus páginas recogen trozos de la vida de una pequeña ciudad extremeña hace treinta y cinco años.

En el siguiente enlace pueden descargarse completos los siete números de “El Eco de Zafra” y sus suplementos (la descarga en la imagen falla;hay que descargarlos pulsando en "download")  

https://independent.academia.edu/Jos%C3%A9Mar%C3%ADaLama/Otra-documentaci%C3%B3n


jueves, 1 de noviembre de 2018

El doctor Vallina



Releo a Pedro Vallina y me reitero en la opinión que tuve cuando lo leí por primera vez, en 2001, tras regalarme el libro de sus memorias el amigo Cecilio Gordillo, de la CGT. La primera edición se publicó en Venezuela, en 1969, cuando cumplió noventa años, uno antes de morir. En 1999, tras un maratón mecanográfico en el que participaron voluntarios sevillanos, se transcribieron de nuevo estas páginas que habían circulado de mano en mano desde veinte años antes en fotocopias gastadas. Y volvieron a publicarse en el año 2000.

Las memorias del médico anarquista Pedro Vallina son una lectura esencial para quien quiera conocer la historia del movimiento obrero español. Y también para quien esté interesado en la de Extremadura, porque el doctor Vallina, a pesar de ser andaluz de Guadalcanal, fue deportado en varias ocasiones en los años veinte a la Siberia extremeña y allí (en Siruela, en Talarrubias, en Puebla de Alcocer, en Fuenlabrada de los Montes…) acabó convertido en un héroe popular. Y es que, además de aprovechar el destierro para propagar sus ideas ácratas, ejerció como médico entre los campesinos e hizo una labor benéfica que algunos, aunque pocos, conocen.
Sus memorias son interesantísimas. Y pueden leerse en internet: https://app.box.com/s/yc0at5ovn9wya1543g2w

(La semblanza que dediqué a Cecilio Gordillo en mi blog puede consultarse aquí:  https://josemarialama.blogspot.com/2007/02/un-sindicalista-histrico.html)

domingo, 7 de octubre de 2018

Valencia del Ventoso, 7 de octubre de 1918


El 7 de octubre de 1918, hace hoy cien años, la Guardia Civil mató a dos personas en Valencia del Ventoso. En plena huelga general, con los obreros y las mujeres del servicio doméstico en paro, el alcalde de Valencia del Ventoso había mandado cerrar la sociedad obrera. Centenares de obreros se resistieron, se concentraron en su sede en la calle Méndez Núñez y rechazaron a pedradas a las autoridades y a los guardias civiles.

La Guardia Civil disparó indiscriminadamente a la multitud y mató a un joven jornalero de 17 años (Segundo Martín Fernández) y a una mujer embarazada de 36 años (Gumersinda Martínez Boza), hiriendo a numerosas personas más.

En Valencia del Ventoso se había creado en 1908 la sociedad obrera “Luz y Progreso”, de orientación republicana y fue sustituida a partir de 1915 por otra sociedad llamada “La Fraternidad”, donde convivieron socialistas y anarquistas. La huelga, convocada por la sociedad obrera, había empezado en los primeros días de junio de ese año, interrumpiéndose y reanudándose en varias ocasiones. Los obreros agrícolas reclamaban un aumento de jornales para poder pagar los productos básicos. En agosto continuaron las protestas por el precio del pan. Los obreros estaban en permanente movilización. El día 29 de ese mes se manifestaron ante el ayuntamiento 140 obreros en paro forzoso, destacándose una comisión que solicitaba trabajo o se verían obligados “a buscar de comer donde lo hubiere.” Los obreros solicitan permiso para celebrar una manifestación pero se les deniega. Los propietarios despiden a la mayoría de los trabajadores que tenían empleados.

Una nueva vuelta de tuerca se le da al conflicto el 24 de septiembre. Los obreros se van al camino de Sevilla para trabajar sin permiso y después solicitan el pago del jornal. El alcalde llama a la guardia civil.  El 29 de septiembre una reunión entre obreros y el inspector provincial de trabajo acaba en fracaso.

El 30 de septiembre de 1918 acaba el plazo del contrato de los encargados de la custodia del ganado. El 1 de octubre comienza la huelga, los ganados son abandonados y el servicio doméstico abandona también las casas particulares. El alcalde pide la intervención del ejército.

El 2 de octubre se llega a un acuerdo con los mayorales, pero la huelga prosigue con el resto de trabajadores. En el pueblo se siguen concentrando guardias civiles. El 5 de octubre se solicita permiso para hacer una manifestación, tras la cual se dará un mitin. Se les deniega el permiso. Los propietarios hacen distintas ofertas de 7 y 9 reales pero sin llegar a los 10 que pedían los obreros.

El 7 de octubre el alcalde ordena la clausura del centro obrero. La gente se amotina. A las 2 de la tarde, los obreros insultan y apedrean a las autoridades locales y a la Guardia Civil, que responde disparando contra la gente, y mata dos personas, hiriendo a doce personas más.

Aunque los periódicos hablan de tres muertos (dos mujeres y un hombre), en el Registro Civil de Valencia del Ventoso sólo aparecen dos fallecidos. Los cadáveres permanecen en la calle durante catorce horas a la espera de la llegada del juez. El malestar es enorme. En los días siguientes se concentran en el pueblo 125 guardias civiles. Finalmente, los patronos aceptan el jornal solicitado por los obreros.

Son detenidos seis vecinos de Valencia del Ventoso. Con la sociedad descabezada y algunos de sus dirigentes encarcelados, en ese mismo mes de octubre de 1918, los 722 afiliados de la sociedad obrera pidieron su ingreso en el Partido Socialista. Y dos años después, en la primavera de 1920, el Partido Socialista gana las elecciones municipales y Valencia del Ventoso elige a su primer alcalde obrero, Cruz Martínez García, uno de los primeros de la historia de Extremadura.

sábado, 8 de septiembre de 2018

"La Gloriosa", la exposición que no fue


Reviso la oferta de exposiciones de la capital y elijo una que promete. Desde hace tiempo solemos pasar en Madrid el primer fin de semana de septiembre. El título es “La Gloriosa, la revolución que no fue”, abierta durante el segundo semestre del año en el Museo del Romanticismo. Una muestra sobre esa insurrección antiborbónica que, con intenciones distintas, reunió -en 1868 y en torno a la insurgencia- a los progresistas, a los unionistas y a los demócratas.

El museo ya lo conozco. Mi interés está en la exposición. Recorro las salas previas reiterándome en lo que siempre he pensado sobre esta institución de la calle San Mateo: le falta discurso expositivo y le sobran vigilantes. La colección de piezas sobre el XIX español es fantástica, pero uno tiene  la impresión de que se acumulan cuadros y objetos sin explicación alguna. Ya sé que no es un centro de interpretación; que es un museo. Pero, no es un museo generalista, sino con un eje temático bien definido, que debería desarrollarse en las salas. Le hace falta un panelito interpretativo, una grafía, un esquemita, qué sé yo…

Cuando llego al que supongo inicio de la exposición, una minúscula sala con grabados, pregunto a una de las vigilantes:
­“¿Aquí comienza la exposición?”.
“Aquí comienza y aquí termina: esta es la exposición”, me responde con una sonrisita ante mi cara de incredulidad.

Resulta que la exposición, anunciada en todas las guías culturales de Madrid, no es más que una colección de veintitantos grabados, minúsculos casi todos ellos, colgados en una sala de cuatro metros cuadrados. Y punto. De interés, sin duda, pero poca cosa para merecer, por sí solos, una exposición. Lo único interpretativo que tiene la muestra es el título “La Gloriosa, la revolución que no fue”, cuyo sentido uno no alcanza si se atiene exclusivamente a la contemplación de tan magro contenido. Tras mi chasco, a la cabeza se me viene otro título: “La Gloriosa, la exposición que no fue”.

viernes, 3 de agosto de 2018

MEMORIA OFICIAL Y MEMORIA POPULAR

Hay quien opone memoria histórica e historia. No estoy de acuerdo. Creo que la memoria histórica, esto es, lo que la gente común recuerda o le han contado sus familiares sobre lo que ocurrió en nuestro pasado reciente, no tiene que ser menos historia que el rastro de esta en un documento "oficial". La memoria popular (casi siempre oral) es historia en la misma medida que lo es un texto escrito, un papel con membrete. Como toda fuente, debe ser revisada y contrastada, pero su origen no la hace más sospechosa. A veces, cuando es plural, tiene más credibilidad que cualquier documento generado por el poder. 


Leo con interés un libro reciente: Guerra civil y represión en el norte de Extremadura, de Fernando Flores del Manzano (Raíces, Madrid, 2018). Y en la página 138 me deslumbra una doble cita que confirma la belleza de una coincidencia -alrededor de un hecho- de memoria oficial y memoria popular. Aunque no siempre ocurre, la historia que nos lega una institución del poder coincide y se complementa con el recuerdo que sobre el mismo hecho tiene un individuo. 

Transcribe Flores del Manzano el informe de un juez sobre unos cadáveres encontrados en la vía pública de Plasencia el 17 de agosto de 1936. Tras un bombardeo de la aviación republicana sobre el cuartel del Batallón de Ametralladoras de la ciudad del Jerte, los falangistas matan, en represalia,  a varias personas en plena calle. Sobre una de estas víctimas, en una de las partes de su informe, el juez dice: 

"En la calleja de las Escuelas de esta Ciudad fue encontrado también cadáver, según el Sr. Médico Forense, un individuo que, según las referencias que se hacen, se trata de un tal Francisco Galán, de oficio zapatero (...) y  en el suelo próximo a él se encontraron dos casquillos de bala de fusil". Según la autopsia, añade el autor del libro, tenía "orificio de entrada por la nuca y salida por la región clavicular izquierda". 

El rastro oficial de este asesinato lo completa Flores del Manzano con una pertinente nota a pie de página en la que transcribe el testimonio sobre este mismo hecho del dirigente socialista placentino Severiano Caldera de Pablo, que pasó la Guerra Civil escondido en su casa, como un "topo", y dejó escritos sus recuerdos: 

"Hoy, sobre las tres de la tarde, desde mi ventana oigo gritar a un chico que va con los brazos en alto y llorando. Va custodiado por falangistas armados, uno de los cuales dice "No te preocupes, que no te va a pasar nada". Este muchacho, Francisco Galán, pertenece a la Sociedad de Trabajadores de la Tierra, pero es un simple afiliado, sin cargos de responsabilidad en el partido. Pasados unos treinta metros escucho el repiqueteo de un fusil: le han asesinado en plena calle". 

Memoria oficial y memoria histórica. Ambas son historia, ambas sirven para hacer historia. Este caso, como otros, más que confirmación de la veracidad de la historia popular, es comprobación de que la historia que genera el poder a veces no miente.