Quien escribe dispone de varias vías para comunicar lo que conoce pero habitualmente sólo de dos para conocer lo que ignora. Quien escribe sabe que la realidad sólo le es dada, como decían los antiguos, mediante el éxtasis o mediante la ciencia, a través de la imaginación o gracias a la inteligencia.
El dilema es falso, como todo lo simple, pero ayuda a explicar lo que pretendo: un escritor, una escritora, accede a lo que persigue, a lo que busca encerrar en el texto, bien con el instrumento sublime de la fantasía o bien con el bisturí de la razón. Ambos utensilios siempre están cerca, sobre la mesa; de ambos hará uso el escritor, pero dispondrá de uno más que de otro según su carácter. El novelista y el historiador ‑pongamos por ejemplo, porque el poeta es cosa aparte y lo suyo es síntesis pura, ciencia en éxtasis‑, la novelista y la historiadora, decía, descubren lo que ignoran yendo de la invención a la conjetura. Se dividen el terreno de la realidad sin que descarten armonizar sus instrumentos, pero cuidadosos de no acabar haciendo un uso exagerado del ajeno. Suele ser difícil que el historiador fabule sin que le motejen de poco riguroso y no es habitual que un novelista alcance los laureles sin alejarse un tanto de la realidad que relata. Son normas ya acordadas del oficio.
El error consiste en convertir estas opciones del escritor para acceder a la realidad en sendas de tránsito obligado para volver de ella. De ahí los géneros. Según ellos, el historiador estaría obligado a utilizar, en el discurso para exponer lo indagado, la misma frialdad metodológica que usó para la indagación. Y el novelista no podría decirnos lo que le deparó la fantasía y la emoción con más expresión que la emocionada y fantasiosa. Para el primero la imaginación estaría vedada y para el segundo sería obligatoria; la verdad sería la virtud del historiador y el vicio del novelista.
Pues bien, ésta es una de esas estupideces de cierta crítica literaria encorsetada que se ha propuesto desafiar Dulce Chacón con esta novela, La voz dormida, publicada por Alfaguara y que hoy presentamos aquí, en su ciudad, en Zafra. Porque Dulce ha escrito un texto de ficción sobre una verdad como un templo: la verdad de la cárcel y de la muerte de cientos de mujeres sojuzgadas por sus ideas políticas durante la dictadura de Franco. Sobre esa verdad la escritora ha inventado una historia. Los personajes no son reales, quiero decir, no existieron con esos nombres concretos o con esas particularísimas peripecias vitales. No se llamaron ‑como aquí‑ Hortensia, Tomasa, Reme, Elvira... y si así se llamaron no estuvieron en la prisión de Ventas, ni provenían de Córdoba, de Extremadura, de Murcia o de Valencia, como ellas. Pero los hechos sí han existido, sí son reales y desgraciadamente son aún reconocibles para muchos.
Sobre esta tensión entre realidad y ficción ha edificado la novelista su obra; sin esconder la veracidad de la historia básica que relata, ni sus fuentes, pero evitando hacer un libro de historia. ¿Y por qué? Pues porque Dulce ni es ni quiere ser una historiadora: Dulce Chacón es una novelista, y La voz dormida una novela, una novela rotunda.
El argumento se trenza alrededor de la vida de varias mujeres, encarceladas en la peor España de la España de Franco, que van pasándose una a la otra el testigo de la historia. El personaje central de la novela es Hortensia, a quien cede Dulce la imagen de la portada, y convierte en esa miliciana de sonrisa bellísima con fusil al hombro, gorro y pendientes –por cierto, comprados en Azuaga- que agarra en brazos a un niño también sonriente. Condenada a muerte, Hortensia protagoniza una escalofriante y doble espera: la del nacimiento de la hija que lleva en el vientre y la de su fusilamiento una vez dé a luz. Es una carrera lenta e inexorable que Dulce aborda con el tiempo previo que exige una tragedia y resuelve con la misma rapidez letal con que ésta nos acomete.
Dulce llama desde el principio a su personaje la mujer que iba a morir, en un esfuerzo por no aprovecharse de la escenográfica sorpresa que en el lector provocaría, si lo ignorara, la cruel coincidencia de la vida que nace con la muerte que acecha. Y este detalle de escritora de raza, confiada en la fuerza de su historia, delata el tono que preside toda la obra, en la que Dulce Chacón se conduce con comedimiento, sin caer en fáciles atajos argumentales que, aunque efectistas, acabarían traicionando la veracidad del contexto histórico del relato. El eje vertebral de la fábula coincide exactamente con el de la historia y, con la misma fatalidad que ésta, se sucede. No se le ofrecen al lector cabriolas fantásticas porque ni Franco murió en los años 40 ni el afán de libertad de las protagonistas de esta historia se cumplió de inmediato.
La voz dormida habría que catalogarla de novela realista si creyéramos en esa entomología de los estilos. Pero es una novela realista muy rara, porque parece increíble lo que cuenta. Increíble lo que cuenta no sólo de la mujer que iba a morir sino de las otras mujeres que rodean a ésta y que forman ese personaje colectivo que protagoniza el libro: Elvira, la más pequeña de sus compañeras, una joven pelirroja que junto a su madre intentó salir de España en 1939 por el puerto de Alicante y, como tantos miles, allí acabó atrapada, entre una tierra hostil y unos barcos inalcanzables; Reme, la mayor del grupo, condenada a doce años de cárcel por bordar una bandera; Tomasa, una extremeña de piel cetrina y ojos rasgados que perdió a una nieta, muerta de hambre en Los Santos de Maimona y a cuatro hijos y al marido arrojados por el puente de Almaraz...
Los personajes, que primero se exponen al lector por separado en los dos mundos que la novela recrea, la cárcel y la calle, acaban relacionados entre sí. La tela metálica a través de la cual las presas y sus familiares se observan y hablan cuando les toca comunicar es una especie de espejo que por un lado refleja la realidad cóncava, vuelta sobre sí, de la cautividad oficial, y por otro la ilusión convexa de la libertad –falsa libertad en esos años- de la calle y los montes por donde el maquis o sus enlaces actúan.
La novela va saliendo de la cárcel conforme crece. Un poco lo mismo que le pasó a una parte de España durante esos años y exactamente lo mismo que le ocurrirá a Tensi, la hija de Hortensia, que tras el fusilamiento de la madre será cuidada por su tía Pepita, una joven criada protegida por la resistencia antifranquista y que acaba enamorada de un guerrillero. La niña sitúa el protagonismo de la acción durante toda la obra. Cuando está en el vientre de su madre, en la cárcel, será allí donde se suceda la trama. Y una vez muerta ésta, al criarse con su tía en una fonda de Madrid trasladará a sus allegados el interés de la historia. Sin menoscabo de Hortensia, la voz protagonista de la obra es la de su hermana Pepita. Ella y Paulino, encarcelado en Burgos durante años, ocupan la parte final de esta novela emocionante y bella.
No se le ha olvidado a Dulce aludir a Zafra. Seguro que Zafra se le cruza en la cabeza nada más hablar de memoria y escribir sobre ella. Se le ha cruzado el recuerdo de un poeta de aquí que ya no está entre nosotros, Martín Romero Moreno, a quien dedica una mención que es también homenaje y con la que encabeza la segunda parte de la obra:
Quieres llorar. Y es tiempo
de sequía
Quieres llorar. Y son tus ojos
girasoles marchitos
Y se le ha cruzado en la memoria, también, el alcalde socialista y republicano de Zafra José González Barrero. Dulce lo convierte en un fugaz personaje de su novela en una de sus páginas:
Don José. Se llamaba don José. Llevaba a su mujer del brazo, y un sombrero panamá. Atardecía. Don José iba con traje de lino, y con su esposa del brazo. Tenían una hija que se llamaba Libertad.
Libertad y Dulce, ¡qué bien nombran a sus hijas los alcaldes de Zafra!
La voz dormida es una novela que, debido a la potencia de su argumento, podría haber forzado a la autora a desentenderse del esfuerzo técnico de contarla. Y ese es otro de los valores del libro. No sólo hay historia sino pericia expresiva. La cuidada ilación de los personajes; el juego verbal con que se nos conduce a los distintos tiempos de la historia; ese hallazgo expresivo del futuro que en ocasiones es el presente emocionado de la novela; el propio perfil de una narradora comprometida que no sólo asiste a los hechos sino que los valora para nosotros con un lenguaje lacónico y a la vez poético... Todos estos son rasgos del oficio que Dulce empleó para escribir este texto. Un texto difícil, de elaborada técnica pero que –gracias a que ella lo ha trabajado a conciencia‑ se muestra al lector limpio en su comprensión, sencillo.
A conciencia y con conciencia, porque junto a la historia y a la manera en que se nos cuenta, esta novela es también un testimonio ético sobre una época y se inserta en el esfuerzo que otros novelistas e historiadores, junto a mucha gente anónima, está haciendo por recuperar la memoria –tras tantos años de silencio‑ de lo que ocurrió realmente durante la guerra civil española y a raíz de ella. Silencio que al principio fue obligado por la opresión de la dictadura y luego fue sugerido por la conveniencia en una transición política que para algunos aconsejaba a esa transacción de libertad por memoria. Veinticinco años nos separan ya del final de la dictadura y poco a poco se impone en el ánimo de la gente la necesidad de hacer recuento de las pérdidas que aquellos años supusieron. La pérdida de la vida, con las cifras y los nombres de los miles de asesinados que nunca aparecieron en las cruces de los caídos y en las lápidas que los vencedores mandaron instalar en todos los pueblos; la pérdida de la tierra, del origen, el destierro, con la recuperación de la historia de los exiliados, de los transterrados, de los guerrilleros; la pérdida de la dignidad, mantenida por muchos y muchas a pesar de las torturas y los vejámenes; la pérdida de las propiedades, con las incautaciones y los ceses en empleos y puestos públicos. Y la pérdida de la libertad, con el testimonio de los encarcelados, de los encerrados en campos de concentración y de trabajo.
Aquí se incluye La voz dormida, en ese ánimo por recuperar la memoria, por superar el silencio, por despertar la voz. En este sentido esta novela –de argumento, voluntad de estilo y compromiso histórico‑ es también una novela moral, encajada entre el silencio y la palabra, y hasta literalmente: A los que se vieron obligados a guardar silencio, les dedica la autora el libro en sus primeras páginas, y en las últimas agradece a las personas que me regalaron su historia. El silencio y el testimonio. El silencio del que sabe pero no puede hablar, y el testimonio de quien convierte la palabra en el asidero de su dignidad.
El silencio del que sabe pero no puede hablar pero también el silencio que en el resto nos provoca la ignorancia. Todos venimos del silencio y de la ignorancia sobre lo que pasó en la guerra. Dulce también. A ella —como a nosotros— tampoco le contaron esto, pero gracias a esta novela tanto ella como todos nosotros asistimos a un encuentro con la palabra y con la voz, por fin recuperada y despierta.
(La reciente preselección como representante de España en los Óscar de la película La voz dormida de Benito Zambrano me ha traído de golpe muchos recuerdos sobre Dulce Chacón, autora de la novela homónima. El 20 de septiembre de 2002 le presenté la novela en Zafra, tal y como me había pedido. Reproduzco aquí, a modo de homenaje, el texto que leí entonces)