Recupero, sobre la hierba, frente a Los Inválidos de Paris, la lectura del último libro de Álvaro Valverde, Desde fuera. Leía estos poemas el 11 de julio, en el campo, en Burguillos, el último día que compartí con Carmina Unamuno y Luis Santos. Daba vueltas alrededor de la piscina para secarme mientras musitaba con el poemario en las manos y ambos, bajo unas adelfas, me observaban. Varias veces estuve tentado de decirles unos versos. Quizá como desahogo por no haberlo hecho me fui hasta la carretera, donde hay cobertura, y envié un sms a Álvaro: Me tienes conmovido.
Tendemos a evitar aquello que asociamos a una desgracia. Por eso, tras la muerte de Luis y Carmina, no he vuelto al libro —a pesar de su belleza— hasta estos días de agosto en Francia. Y la experiencia ha sido tan placentera como la primera e incompleta lectura. He disfrutado mucho. Pero también me ha estremecido la coincidencia de tanta muerte cercana con estos poemas, que forman muchos de ellos —así los he leído— una reflexión sobre la muerte. Álvaro escribe desde la madurez, cerca de ese otoño inminente de la vida, y eso otorga a la palabra siempre meditativa del placentino una trascendencia sobrecogedora: En realidad, no sé / si vamos al encuentro de la muerte / o si venimos ya de su certeza.
La muerte merodea el libro. De los setenta y cinco poemas, casi en un tercio hay menciones a ella. El viaje, el paseo o el río, metáforas esenciales de la vida, acompañan la meditación: Mi vida es este río que me lleva, / esta apacible huida hacia la muerte. O … desde el nacimiento hasta la muerte / la vida es un paseo de unos metros.
Aunque en ocasiones asoma en el poema la amargura, y el texto se convierte también en grave cartografía de la desolación, el poeta le planta cara a la inevitable fatalidad de la vida (Respeto y humildad para los muertos, / más no, nunca jamás, para la muerte) con la palabra.
Decía José Ángel Valente que la palabra poética no reconoce finalidad ni se sujeta a intención. No comunica propiamente, convoca… Y eso es lo que hace Álvaro en este libro: convocar al lector a su poesía, ofrecerle desde la madurez de un poeta ya mayor (no en edad, sino en obra) un recorrido por su propuesta poética. Esa que, jalonada con las entregas de Territorio (1985), Las aguas detenidas (1989), Una oculta razón (1991), A debida distancia (1993), Ensayando círculos (1995), El reino oscuro (1999) y Mecánica terrestre (2002), constituye hoy una de las más solventes de la poesía española.
Si en una primera lectura puede parecer que el poemario carece de la unidad de otros del autor, pronto se advierte que esto no es así. Aunque dos de las series del libro (“Sur” y “Lugares del otoño”) habían sido publicadas antes y separadamente, y aunque hay poemas tan dispares en apariencia como los de “Imaginario” y “Entonces la muerte”, todos los textos del libro se engarzan en un mecanismo cuya unidad consiste precisamente en la diversidad con que se nos ofrece, que es la de la propia poesía de Álvaro. Él ha logrado su solidez de hoy gracias a una rica y diversa experiencia poética. En sus veintitrés años de poesía publicada ha transitado por la escritura fragmentaria, elegíaca o conversacional, ha ensayado metapoesía, narratividad o intimismo, hasta lograr una voz propia, que reflexiona sin estridencias sobre el tiempo, la memoria, el olvido, la soledad o la muerte, y hasta dominar como un maestro el ritmo interno de los textos, esa respiración inconfundible de sus poemas.
Alguien ha resumido en dos términos la poesía de Álvaro Valverde: "morar" y "mirar". Este libro se ordena en cierto modo a partir de estas claves de morar (el sueño cobijado entre los muros) y mirar (no somos sino aquello que miramos), del territorio y del viaje, de la esencia y de la existencia, de lo que en el texto de la solapas se denominan poemas "de interior” y poemas "de exterior”, o “Desde dentro” y “Desde fuera”, como significativamente se titulan las series que abren y cierran el libro.
Además de una obra con sentido, ésta es también una soberbia colección de poemas, con algunos memorables, como “Tras abandonar la casa”, “El viaje de mi vida”, “El señor de la guerra”; “Postal del sur”, “La ciudad secreta” o “Cáparra”. De todos ellos, elijo el dedicado a Rotterdam, de “Lugares del Otoño”, una joya que resume el magnífico trabajo del poeta, cuya lectura recomiendo vivamente.
MIRAS. En el café, gente distinta
que bebe mientras lee o que conversa
ajena a lo que pasa por la calle.
Afuera, el ventanal muestra fachadas
de casas siempre iguales que entristecen;
una ciudad que vive adormecida
a la luz mortecina del otoño.
Ves bicicletas
alineadas enfrente de la puerta
y su quietud es todo un símbolo
de lo que en realidad ocurre:
poco, o muy poco, o casi nada.
La vida tiene a veces estas cosas:
no sabes si es que el tiempo se detiene
o eres tú mismo
el que, sin previo aviso,
se ha dado finalmente
por vencido.