martes, 6 de agosto de 2024

ZAFRA, 7 DE AGOSTO DE 1936

 


Barricada de adoquines y sacos terreros en la entrada de la calle Sevilla (Zafra). Fotógrafo: Eduard Foerstch, agosto-septiembre de 1936 [Biblioteca Nacional de España]

Todos los 7 de agosto recuerdo, de noche, la columna aún a oscuras de los hombres del comandante Castejón caminando los cinco kilómetros de Los Santos de Maimona a Zafra. Venían de África. Eran las 3 de la madrugada. Recuerdo que ese viernes nadie, nadie de quienes aún no habían huido de la ciudad, pudo dormir.

Desde la batalla entre la sierra de San Cristóbal y la del Castillo, dos días antes, nadie dormía en ninguno de los pueblos de alrededor. Quinientos campesinos mal armados, junto a algunos militares de la guarnición de Badajoz, más o menos leales a la República, se habían enfrentado durante cinco horas de calor sofocante a dos mil legionarios y regulares que subían por la ruta de la Plata. En el cielo, las hélices de seis aviones de Tablada; ni uno solo del Gobierno. En el suelo, los cadáveres en aspa.

Tras esa victoria de los sublevados, se sabía que no tardarían en invadir Zafra. Uno de los aviones rebeldes había tirado ese día bombas de mano en la Plaza Nueva. A la hija de Croche, el de la gasolinera, le hirió una esquirla. Alguien dijo que había visto también caer una granada en las aguas de la charca, al lado de la Alameda, que no explotó. Años después lo haría.

Las sábanas blancas colgaban de los balcones de muchas casas mientras centenares de hombres y mujeres, agarrando a sus niñas y niños, se iban Muladar abajo o por el camino de La Lapa al campo, al Castellar, a la Albuhera o al cerro de Pedro Toro. Recuerdo a mi bisabuela Lola que, en el balcón de la casa de la calle Santa Catalina, puso el sacudidor de trapos blancos «para que hubiera paz». El alcalde, Pepe González, había reunido al vecindario en la plaza la noche anterior para recomendar que no se resistiera a las tropas. Algunos murmuraban, discrepantes. Tras los muchos muertos en la sierra, para González aún había esperanza de que no hubiera más sangre. Fue la última intervención para evitarla de quien cinco meses antes había llegado a Zafra de Alicante tras dos años de cárcel y que, desde entonces, se había empeñado —imponiéndose a los más extremos— en impedir represalias contra la gente de derechas. Y ahora los partidarios de estas eran quienes amenazaban con arrasarlo todo.

Recuerdo el cañoneo a las 5 de la mañana sobre las estaciones ferroviarias, donde un tren partía con los últimos dirigentes. Los proyectiles del artillero Fernando Barón buscaban también la Fábrica de la Luz, cerca del cuartel de la Guardia Civil, y recuerdo el estruendo de alguno al impactar en la esquina de la calle Ancha. Desde entonces, al gitano Maito, que vivía allí, nunca se le quitó el miedo del cuerpo. Siempre pensó que había sido un castigo divino. Fue uno de los que había llevado agua el miércoles a los campesinos enfrentados en la sierra con los militares que venían de África. Los combatientes, cuando necesitaban beber, se volvían y gritaban ¡Agua, Maito!, y él se acercaba con el búcaro. Recuerdo las chanzas, ya años después, de algunos (¡Agua, Maito!) cada vez que el hombre —que a mediados de ese agosto del 36 fue obligado a ayudar al sepulturero Domingo León a enterrar a tantos fusilados— se dejaba ver por las calles.

Luego, a las 6 de la mañana, se me viene siempre a la cabeza Cirilo. Trabajaba de peón en Terán. Era un chaval sin familia. Esa noche estuvo bebiendo vino en un aguaducho que había al final del pueblo, más allá de la Alameda. Le tocaba guardia, pero acabó borracho. Apareció en medio de la carretera un coche blindado con los primeros que entraban en Zafra. Encaramado en un cinamomo, Cirilo, a pesar del máuser tembloroso sobre el hombro, era un blanco fácil. Tira un tiro… tira otro…, le jalea uno de los legionarios. Tras fallar los disparos y agotar la munición, el militar le dispara desde lejos en la frente y lo abate. Fue el único que murió ese día en Zafra con el arma en las manos.

Recuerdo a las tropas al entrar en el Campo de Sevilla a las 7 al toque de la corneta y guiadas por algunos falangistas locales. Una de las camionetas tiene pintada la cara de Azaña, al que le han puesto unos cuernos. Y recuerdo al capitán Fuentes y su blindado en la puerta de Santa Marina. No hizo falta que liberara a nadie, a ninguno de los presos de derechas arrestados hasta entonces allí, porque la guardia la habían levantado los socialistas a primera hora, al tiempo que se marchaban del pueblo las autoridades republicanas, y todos salieron sanos y salvos: los hermanos García Goitia; Antonio Martín, «el Dorador»; Fernando, «el Gallego»; mi tío Gori, «Rabito», a quien abuela Laura le llevó todos los días la tartera con algo de carne; Román Hernández, «el Chileno»; don Daniel, el cura —que durante el encierro sufrió alguna bofetada—, Burgos el del Juzgado, su hijo Diego; y otros hasta veintitantos, como Antoñito Zoido, «el último de la conquista».

A las 8 de la mañana recuerdo a Castejón en el Ayuntamiento. El nombramiento de la Gestora, con los ricos del pueblo. Y las primeras listas, con el comandante sentado en la alcaldía, decidiendo entre la vida y la muerte. Y las discusiones para poner y quitar nombres hasta llegar al «uno por ciento». Y las primeras quinientas pesetas encima de una mesa para evitar una captura. Recuerdo al capitán de la Guardia Civil, Luengo, que se presentó en la alcaldía, apresurado desde su casa, donde convalecía de un cólico nefrítico y fue degradado a teniente allí mismo —¡quítese una estrella!— por haber sido ascendido durante el Frente Popular. En el patio del Ayuntamiento se concentran los primeros detenidos y en la puerta, los primeros familiares, que traen papeles para demostrar la inocencia de los que están siendo apresados. Así salvó la vida el maestro Ramón Gerada, a quien unos meses antes habían echado de la Casa del Pueblo y pudo demostrarlo.

Recuerdo las puertas abiertas de las casas para que los moros no las echaran abajo. Y cuando encontraban cerrada alguna, la rapiña en el interior, los muebles volando por los balcones y la mercadería en el zaguán. Una máquina de coser, algún reloj: ¡Paisa, barato, barato!

Recuerdo los primeros parapetos con sacos terreros en las entradas del pueblo para impedir salir y entrar sin control. Uno de ellos en la calle Sevilla. Y la batería de tres piezas de artillería del capitán Mora Figueroa, situada en la puerta del taller de los Terán para batir la sierra del Castellar.

A las 11 recuerdo la misa en La Candelaria. El templo abarrotado y los «detente bala», hechos con las monedas de El Rosario, en los pechos de los militares. Y a don Daniel, ya de nuevo en el púlpito. Y al cura Juan Galán concelebrando antes de unirse a las tropas y de pedir su pistola. Recuerdo al medio centenar de personas capturadas, en círculo, con los ojos muy abiertos y las manos atadas, en el centro de la plaza Grande, esperando. Y a la gente alrededor, con brazaletes blancos, mirándolas, sin atreverse a hablarles. Y a los soldados que deambulan con los máuser entre los brazos, que preguntan, que buscan los nombres apuntados a lápiz —y no tachados— en pequeños papeles. Y a Castejón, tomando un refrigerio, ya todo decidido, bajo los soportales, sentado en un sillón de enea que le había sacado a la calle don Tomás, el farmacéutico.

Nunca se me olvida el calor de las 12 de la mañana de ese día 7 de agosto de 1936 en Zafra. Y la comitiva ya por la calle Sevilla de vuelta a Los Santos. La gente aplaudiendo, atemorizada o llorando escondida tras los visillos. Y la cuerda de presos, atados en grupos de siete u ocho, con las caras desencajadas, hasta el medio centenar de ese día, una cuarta parte de los doscientos asesinados en esas semanas: el guardia municipal Antonio Amaya; el capataz de CAMPSA Ángel Caño; los chóferes Luis Mata y Ramón Galea; Paca Infante, madre del «Correcalles»; el secretario del Instituto Luis Madroñero y los bedeles Antonio Guerrero y Teodomiro Trujillo; Fernanda «la Reverte», a quien el criminal de «el Chileno», falangista, le hizo pagar todos sus desplantes; el empleado del Ayuntamiento Julián Vitorique; el factor ferroviario Laureano Rubio; el director de Telégrafos Juan Antonio Zambrano; el carpintero Máximo Torreglosa; el industrial Diego Luna; los hermanos Coronel; los hermanos Montaño y los braceros Felipe Ortiz, Manuel Garrido, Cesáreo Sánchez…  Y don Rafael, el modelista, fuera de la cuerda, pero sin querer separarse —ya nunca lo haría— de doña Juana, la maestra, presidenta de la Sociedad Femenina de Oficios Varios de Zafra, también apresada.

A cada poco, los militares que regresan en comitiva a Los Santos se detienen para que sean fusilados siete u ocho de los presos. Parecen una gran serpiente africana que repta por el monte extremeño entrando en España. Don Rafael camina como un autómata —recuerdo— al lado de su mujer, hasta que le toca al grupo de ella y la sacan de la fila, ya subiendo la cuesta de San Cristóbal, pasado el Puente Aragón. Y él se abraza a ella. Y así los matan.

Recuerdo ese mediodía de hace ochenta y ocho años, el peor nunca vivido en Zafra, como si fuera hoy, aunque no estuve allí. Los camiones, los caballos, las tropas, los cadáveres abandonados, los perros que ladran y olisquean la sangre, el canto de las chicharras, las moscas, el miedo, el calor… Sigo oyendo el ruido atroz de las balas de los fusilamientos que, cada diez minutos, apenas estorban la marcha de los «conquistadores», y veo alejarse por la carretera de Los Santos la enorme polvareda de la crónica fatal de ese día, el rastro sofocante de nuestra historia.

José María Lama

Agosto 2024

lunes, 20 de mayo de 2024

¿POR QUÉ DESTRUIR LO QUE FUNCIONA?

 

Los cambios del Ayuntamiento de Zafra sobre el Premio Dulce Chacón de Narrativa Española

Los premios literarios, si son solventes, no solo honran a quienes los ganan, sino a las instituciones que los otorgan y a las ciudades que los impulsan. En Extremadura hay varios galardones literarios de ámbito nacional que prestigian la región y le dan nombre en España. Entre ellos está el Dulce Chacón de Narrativa Española, de Zafra. Desde hace veinte años este galardón ha reconocido a buena parte de las mayores firmas de la narrativa del país, uniendo así el nombre de Dulce y el de Zafrael nombre de Extremadura a la mejor literatura española. ¿Cuánto vale la promoción obtenida en toda España por Extremadura gracias a estos premios? ¿Está bien empleado el esfuerzo económico que supone organizar y dotar estos galardones, convertidos en actividades culturales de altura para nuestra región? Rotundamente, sí.

El Ayuntamiento de Zafra publicó el pasado 11 de abril en el Boletín Oficial de la Provincia de Badajoz una resolución con las nuevas bases del Premio Dulce Chacón de Narrativa Española para 2024, aunque han pasado desapercibidas hasta que el martes, 14 de mayo, el alcalde de Zafra dio una rueda de prensa para anunciarlas, junto a los nombres del nuevo Jurado y los títulos de las novelas finalistas en esta edición. A la protesta por esos cambios de Luciano Feria, promotor y primer secretario del Premio, ha seguido la crítica de las hijas de Dulce y de su hermana, la novelista y poeta Inma Chacón, y una notable reacción de escritoras y escritores, de lectores y lectoras, en Extremadura y en España. Hoy por hoy, creo que son evidentes varias cuestiones:

1.ª La calidad de las obras galardonadas y finalistas de este premio estaba antes asegurada por la selección previa de un nutrido grupo de críticos de algunas de las principales revistas y suplementos literarios de España, que ofrecía al Jurado una serie de obras publicadas el año anterior, uniéndose a estas las que los propios miembros del Jurado proponían y obteniéndose la lista definitiva de finalistas mediante una votación. Al suprimirse en las nuevas bases las propuestas de los críticos y la votación, la selección queda reducida al criterio exclusivo de los miembros del Jurado, nombrados con carácter indefinido, y cada uno de los cuales propone sin discusión la obra de su preferencia y la convierte automáticamente en finalista. Y eso, como es obvio, merma la calidad y el rigor del Premio.

2.ª El criterio de selección fundamental era la calidad literaria y a ella se añadía “el contenido humano de las obras seleccionadas, de manera que se encuentren vinculadas a principios tales como la dignidad, la justicia y la solidaridad entre otros valores humanos, tratando con ello de asociar el premio a la trayectoria vital y estética de Dulce Chacón”. Al suprimirse en las nuevas bases este criterio suplementario de selección parece que el premio, como sugiere la familia, “ya no representa los valores de la persona que le da nombre”. Y eso, evidentemente, difumina los lazos del Premio con Dulce.

3.ª Una de las singularidades más estimables era la participación popular a través de un foro de lectura de vecinas y vecinos de Zafra que, tras leer las obras finalistas, indicaba a la alcaldía cuál debía ser su voto en el Jurado. A través de esta magnífica iniciativa de popularización de la cultura, se lograba que Zafra -como ha dicho Luciano Feria- “hiciera verdaderamente suyo el Premio de Dulce y, por tanto, viviera como propia, no como mera espectadora, la memoria de aquella mujer extraordinaria”. Las nuevas bases suprimen el voto popular. Y eso, lamentablemente, cercena la participación ciudadana en el Premio.

4.ª El ámbito nacional del galardón era otra de sus señas de identidad. En sus dieciocho ediciones lo han obtenido enormes personalidades de la narrativa española. Que entre ellas haya habido cuatro escritores extremeños los enaltece e indica a las claras el papel que juega hoy Extremadura en el panorama literario nacional. Resulta incomprensible que el alcalde de Zafra diga que los nuevos aires que quiere darle al premio consistan en que esté “más centrado en Extremadura y vinculado al ámbito literario” (!?). Y eso, junto a nuestra curiosidad por saber a qué ámbito estaba entonces antes vinculado, nos hace dudar que siga teniendo a partir de ahora proyección nacional.

5.ª Los costes económicos del premio Dulce Chacón siempre han merecido la pena, tanto por su moderación como por los resultados promocionales obtenidos a cambio por la ciudad. La cultura no es un gasto; es una inversión. Por eso resulta improcedente la preocupación, rayana en la miseria, que el Ayuntamiento traslada a las bases, que a partir de esta edición exigen que el ganador del premio sufrague hasta su alojamiento en Zafra. Y esas penurias cuestionan su mantenimiento económico.

En definitiva, el Premio Dulce Chacón de Narrativa Española era riguroso en el procedimiento de selección, encarnaba la preocupación por los valores humanos y sociales que simbolizó Dulce Chacón, se abría a la participación ciudadana mediante el voto popular, consolidaba edición tras edición su carácter nacional y, con contención económica, era un timbre de prestigio para Zafra y Extremadura. En una palabra, funcionaba. Entonces, ¿por qué destruir lo que funciona?

jueves, 21 de marzo de 2024

BAJO TIERRA SECA. Inverosímil novela de un inverosímil Premio Nadal


Bajo tierra seca  de César Pérez Gellida

Premio Nadal, 2024

Ediciones Destino, Barcelona, 2024


No sé qué me preocupa más tras la lectura de este libro. Si la distancia, no solo cronológica, abierta entre el Premio Nadal 2024 y el que obtuvieron hace ochenta años Carmen Laforet con Nada o Miguel Delibes con La sombra del ciprés es alargada, o la evidencia del estropicio provocado en la literatura española por el mercantilismo sin límites, singularmente el de la editorial Planeta que, dueña desde 1996 de la editorial Destino, ha acabado arrastrando por los suelos el otrora prestigioso galardón de la colección Áncora y Delfín, convertido hoy en émulo del falaz Premio Planeta.

¡Vaya novela! Se han lucido los miembros del jurado (Inés Martín Rodrigo, Care Santos, Lorenzo Silva, Andrés Trapiello, todas firmas de la casa ganadoras de ediciones anteriores, y el director de la editorial, Emili Rosales), quienes decidieron conceder a este comistrajo literario —y entre otros 824 candidatos— los 30.000 euros de la distinción. O han acertado plenamente, porque está claro que la editorial, dueña del criterio del jurado, solo pretendía a los 300.000 (a diez euros por lector) que, según dicen, siguen al escritor de novela negra César Pérez Gellida. La calidad del libro es lo de menos; lo que importa es el nombre del autor y a cuántos pueda tener detrás.

Ya la portada es un juicio anticipatorio de calidades: el círculo de fuego, la mujer con la vela en las manos, las orquídeas negras apenas entrevistas… en fin. Y dentro del libro, el horror. Y no solo porque todo acabe perdidito de sangre.

Parece ser que se iba a titular Orquídeas negras. Supongo que alguien, allí en la gran ciudad, decidió titularla Bajo tierra seca ya que el autor la ambientaba en Zafra y eso, según parece, está en el centro de la provincia de Badajoz y por allí debe estar todo seco. Aprovechaba así una conclusión algo insultante de Gellida —que califica como paisaje anodino la dehesa extremeña: «bajo tierra seca nada bueno germina».

Aunque dicen que la ficción lo aguanta todo (porque la realidad la supera, argumentan), es exigible en quien la escribe cierta prudencia para no acabar fabulando sobre lo inverosímil. Y cierta contención en los rasgos de los personajes, para que no todos devengan en malos malísimos. Y cierta profundidad en el planteo de las situaciones, para que haya algo más que acción.  Bueno, pues nada de eso se cumple en esta novela. De principio a fin la sensación es de irrealidad, de simpleza y de una enorme ineptitud en el manejo de la trama. Solo hay virtuosismo en la descripción de cómo penetran las balas en las muchas víctimas del texto. Lo demás, un argumento huero, mezcla de Marcial Lafuente Estefanía, del recurrente Sherlock Holmes y, sin su genial laconismo, del más violento Tarantino, que alguno ha dado en llamar «novela negra rural» y que directamente es un sonrojante y tremendista ejemplo de la peor literatura.

Una perversa mujer, bastante ninfómana, Antonia Monterroso, se convierte en una viuda negra que mata a sus maridos para quedarse con todo y, tras buscar pretendientes con un anuncio en la prensa, acaba sirviéndose del capataz de su finca —Jacinto Padilla—para ocultar, previa deglución por los cerdos, los cadáveres de quienes la pretenden. Ese retruécano de obstinación criminal se entremezcla con las peripecias de un teniente de la Guardia Civil adicto al opio, Martín Gallardo, y de sus hombres, armados con Winchester como en el Viejo Oeste y enfrentados a un cacique gordo que fuma puros rodeado de una guardia de matones con escopetas. Y todo así.

Me resulta difícil decidir qué es más inverosímil y fuera de lugar en Bajo tierra seca: ¿un terrateniente extremeño de 1917 que convierte su cortijo en un escenario bostoniano para enfrentarse a tiros con la Guardia Civil, una viuda de la misma época cobrando los seguros de vida de sus difuntos maridos felaciones mediante o la movilidad locomotora de unos personajes que parecen vivir en la era de la alta velocidad al tiempo que recorren cuarenta kilómetros a caballo? Qué más alejado del rigor y la corrección literaria: ¿referirse al pene con la incalificable expresión «cuerpos cavernosos», sin duda anatómicamente certera, denominar «isabelino» al ejército alfonsino enfrentado a los carlistas de la tercera guerra o aludir a los ojos de la malvada protagonista como «destellos irisados en un interior sombrío»?

Bajo tierra seca  está llena de lugares comunes, de situaciones previsibles o inverosímiles, y de una trama entre terratenientes que se desarrolla a golpe de retrospecciones sobre un tiempo presente que transcurre del 17 al 22 de abril de 1917 en Zafra. Y esta elección de un tiempo y un espacio concreto, que debería presuponer cierta intención (¿por qué Zafra? ¿por qué 1917?), acaba siendo la postrera evidencia de la falta de sustancia del relato. Y es que daría igual otro lugar y otra fecha, porque ni la ciudad —una de las menos agrarias de Extremadura y no especialmente seca— ni el año —uno de los más conflictivos de la historia campesina y obrera— se hacen notar en la novela, cuya atemporalidad es indicio de su falta de pulso histórico y donde Zafra es solo un topónimo carente del más mínimo rasgo de singularidad. Una tierra y un tiempo tan escuetos en este libro como su acierto literario. 

 

martes, 13 de febrero de 2024

HAMBRE DE TIERRA. LA CUESTIÓN AGRARIA EN EXTREMADURA

Han pasado ya unos días desde la emisión en Canal Extremadura del documental HAMBRE DE TIERRA. LA CUESTIÓN AGRARIA EN EXTREMADURA, un soberbio trabajo audiovisual de Producciones MORRIMER, de Llerena, en el que hemos colaborado un equipo de historiadores encabezado por Víctor Chamorro, en su última intervención pública antes de morir.

Ha sido muy notable la repercusión, aunque hay quienes no han podido ver alguno de los tres episodios. A continuación dejo aquí los enlaces de la que sin duda es ya una pieza fundamental para entender el pasado de esta tierra:
[Fotografía El Salto]