Desde la batalla entre
la sierra de San Cristóbal y la del Castillo, dos días antes, nadie dormía en
ninguno de los pueblos de alrededor. Quinientos campesinos mal armados, junto a
algunos militares de la guarnición de Badajoz, más o menos leales a la
República, se habían enfrentado durante cinco horas de calor sofocante a dos mil legionarios y regulares que subían
por la ruta de la Plata. En el cielo, las
hélices de seis aviones de Tablada; ni uno solo del Gobierno. En el suelo, los
cadáveres en aspa.
Tras esa victoria de
los sublevados, se sabía que no tardarían en invadir Zafra. Uno de los aviones rebeldes
había tirado ese día bombas de mano en la Plaza Nueva. A la hija de Croche, el
de la gasolinera, le hirió una esquirla. Alguien dijo que había visto también
caer una granada en las aguas de la charca, al lado de la Alameda, que no
explotó. Años después lo haría.
Las sábanas blancas
colgaban de los balcones de muchas casas mientras centenares de hombres y
mujeres, agarrando a sus niñas y niños, se iban Muladar abajo o por el camino
de La Lapa al campo, al Castellar, a la Albuhera o al cerro de Pedro Toro. Recuerdo
a mi bisabuela Lola que, en el balcón de la casa de la calle Santa Catalina,
puso el sacudidor de trapos blancos «para que hubiera paz». El alcalde, Pepe
González, había reunido al vecindario en la plaza la noche anterior para
recomendar que no se resistiera a las tropas. Algunos murmuraban, discrepantes.
Tras los muchos muertos en la sierra, para González aún había esperanza de que no
hubiera más sangre. Fue la última intervención para evitarla de quien cinco
meses antes había llegado a Zafra de Alicante tras dos años de cárcel y que, desde
entonces, se había empeñado —imponiéndose a los más extremos— en impedir
represalias contra la gente de derechas. Y ahora los partidarios de estas eran
quienes amenazaban con arrasarlo todo.
Recuerdo el cañoneo
a las 5 de la mañana sobre las estaciones ferroviarias, donde un tren partía
con los últimos dirigentes. Los proyectiles del artillero Fernando Barón
buscaban también la Fábrica de la Luz, cerca del cuartel de la Guardia Civil, y
recuerdo el estruendo de alguno al impactar en la esquina de la calle Ancha.
Desde entonces, al gitano Maito, que vivía allí, nunca se le quitó el miedo del
cuerpo. Siempre pensó que había sido un castigo divino. Fue uno de los que
había llevado agua el miércoles a los campesinos enfrentados en la sierra con
los militares que venían de África. Los combatientes, cuando necesitaban beber,
se volvían y gritaban ¡Agua, Maito!, y él se acercaba con el búcaro. Recuerdo
las chanzas, ya años después, de algunos (¡Agua, Maito!) cada vez que el
hombre —que a mediados de ese agosto del 36 fue obligado a ayudar al
sepulturero Domingo León a enterrar a tantos fusilados— se dejaba ver por las
calles.
Luego, a las 6 de la
mañana, se me viene siempre a la cabeza Cirilo. Trabajaba de
peón en Terán. Era un chaval sin familia. Esa noche estuvo bebiendo vino en un
aguaducho que había al final del pueblo, más allá de la Alameda. Le tocaba
guardia, pero acabó borracho. Apareció en medio de la carretera un coche
blindado con los primeros que entraban en Zafra. Encaramado en un cinamomo, Cirilo,
a pesar del máuser tembloroso sobre el hombro, era un blanco fácil. Tira un
tiro… tira otro…, le jalea uno
de los legionarios. Tras fallar los disparos y agotar la munición, el militar
le dispara desde lejos en la frente y lo abate. Fue el único que murió ese día en Zafra con el arma en las manos.
Recuerdo a las
tropas al entrar en el Campo de Sevilla a las 7 al toque de la corneta y guiadas
por algunos falangistas locales. Una de las camionetas tiene pintada la cara de
Azaña, al que le han puesto unos cuernos. Y recuerdo al capitán Fuentes y su blindado
en la puerta de Santa Marina. No hizo falta que liberara a nadie, a ninguno de
los presos de derechas arrestados hasta entonces allí, porque la guardia la
habían levantado los socialistas a primera hora, al tiempo que se marchaban del
pueblo las autoridades republicanas, y todos salieron sanos y salvos: los
hermanos García Goitia; Antonio Martín, «el Dorador»; Fernando, «el Gallego»;
mi tío Gori, «Rabito», a quien abuela Laura le llevó todos los días la tartera
con algo de carne; Román Hernández, «el Chileno»; don Daniel, el cura —que
durante el encierro sufrió alguna bofetada—, Burgos el del Juzgado, su hijo
Diego; y otros hasta veintitantos, como Antoñito Zoido, «el último de la
conquista».
A las 8 de la mañana
recuerdo a Castejón en el Ayuntamiento. El nombramiento de la Gestora, con los
ricos del pueblo. Y las primeras listas, con el comandante sentado en la
alcaldía, decidiendo entre la vida y la muerte. Y las discusiones para poner y
quitar nombres hasta llegar al «uno por ciento». Y las primeras quinientas
pesetas encima de una mesa para evitar una captura. Recuerdo al capitán de la
Guardia Civil, Luengo, que se presentó en la alcaldía, apresurado desde su
casa, donde convalecía de un cólico nefrítico y fue degradado a teniente allí
mismo —¡quítese una estrella!— por haber sido ascendido durante el
Frente Popular. En el patio del Ayuntamiento se concentran los primeros
detenidos y en la puerta, los primeros familiares, que traen papeles para
demostrar la inocencia de los que están siendo apresados. Así salvó la vida el
maestro Ramón Gerada, a quien unos meses antes habían echado de la Casa del
Pueblo y pudo demostrarlo.
Recuerdo las puertas
abiertas de las casas para que los moros no las echaran abajo. Y cuando
encontraban cerrada alguna, la rapiña en el interior, los muebles volando por
los balcones y la mercadería en el zaguán. Una máquina de coser, algún reloj: ¡Paisa,
barato, barato!
Recuerdo los
primeros parapetos con sacos terreros en las entradas del pueblo para impedir
salir y entrar sin control. Uno de ellos en la calle Sevilla. Y la batería de
tres piezas de artillería del capitán Mora Figueroa, situada en la puerta del
taller de los Terán para batir la sierra del Castellar.
A las 11 recuerdo la
misa en La Candelaria. El templo abarrotado y los «detente bala», hechos con
las monedas de El Rosario, en los pechos de los militares. Y a don Daniel, ya
de nuevo en el púlpito. Y al cura Juan Galán concelebrando antes de unirse a
las tropas y de pedir su pistola. Recuerdo al medio centenar de personas
capturadas, en círculo, con los ojos muy abiertos y las manos atadas, en el
centro de la plaza Grande, esperando. Y a la gente alrededor, con brazaletes
blancos, mirándolas, sin atreverse a hablarles. Y a los soldados que deambulan
con los máuser entre los brazos, que preguntan, que buscan los nombres
apuntados a lápiz —y no tachados— en pequeños papeles. Y a Castejón, tomando un
refrigerio, ya todo decidido, bajo los soportales, sentado en un sillón de enea
que le había sacado a la calle don Tomás, el farmacéutico.
Nunca se me olvida
el calor de las 12 de la mañana de ese día 7 de agosto de 1936 en Zafra. Y la
comitiva ya por la calle Sevilla de vuelta a Los Santos. La gente aplaudiendo,
atemorizada o llorando escondida tras los visillos. Y la cuerda de presos,
atados en grupos de siete u ocho, con las caras desencajadas, hasta el medio
centenar de ese día, una cuarta parte de los doscientos asesinados en esas
semanas: el guardia municipal Antonio Amaya; el capataz de CAMPSA Ángel Caño; los
chóferes Luis Mata y Ramón Galea; Paca Infante, madre del «Correcalles»; el
secretario del Instituto Luis Madroñero y los bedeles Antonio Guerrero y
Teodomiro Trujillo; Fernanda «la Reverte», a quien el criminal de «el Chileno»,
falangista, le hizo pagar todos sus desplantes; el empleado del Ayuntamiento Julián
Vitorique; el factor ferroviario Laureano Rubio; el director de Telégrafos Juan
Antonio Zambrano; el carpintero Máximo Torreglosa; el industrial Diego Luna; los
hermanos Coronel; los hermanos Montaño y los braceros Felipe Ortiz, Manuel
Garrido, Cesáreo Sánchez… Y don Rafael,
el modelista, fuera de la cuerda, pero sin querer separarse —ya nunca lo haría—
de doña Juana, la maestra, presidenta de la Sociedad Femenina de Oficios Varios
de Zafra, también apresada.
A cada poco, los
militares que regresan en comitiva a Los Santos se detienen para que sean
fusilados siete u ocho de los presos. Parecen una gran serpiente africana que
repta por el monte extremeño entrando en España. Don Rafael camina como un
autómata —recuerdo— al lado de su mujer, hasta que le toca al grupo de ella y la
sacan de la fila, ya subiendo la cuesta de San Cristóbal, pasado el Puente
Aragón. Y él se abraza a ella. Y así los matan.
Recuerdo ese
mediodía de hace ochenta y ocho años, el peor nunca vivido en Zafra, como si
fuera hoy, aunque no estuve allí. Los camiones, los caballos, las tropas, los
cadáveres abandonados, los perros que ladran y olisquean la sangre, el canto de
las chicharras, las moscas, el miedo, el calor… Sigo oyendo el ruido atroz de
las balas de los fusilamientos que, cada diez minutos, apenas estorban la
marcha de los «conquistadores», y veo alejarse por la carretera de Los Santos
la enorme polvareda de la crónica fatal de ese día, el rastro sofocante de
nuestra historia.
José María Lama
Agosto 2024
Me ha conmovido todo lo que relatas, es tan vivido que parece que lo estoy viendo y todo me suena y me llega al alma. Gracias por no dejarlo en olvido
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