Gustavo Adolfo Bécquer siempre me
ha parecido un tipo contradictorio y, por eso, interesante. La contradicción
esencial es la de ser autor de una obra que parece hija exclusiva de la
inspiración y la inmediatez cuando es todo lo contrario: versos trabajados y
rumiados a debida distancia del estro. A pesar de su apariencia de poeta
convencional es el mejor ejemplo en el XIX español de poeta moderno, con
oficio. Si a la pintura contemporánea le sirve de gozne el Perro semihundido de Goya en 1820, la bisagra que abre la poesía contemporánea
española quizás sea esa publicación póstuma del Libro de los gorriones que hicieron sus amigos, en 1871, después de
su muerte.
Aunque tengo algún amigo que no será
de esa opinión, también puede considerarse una discordancia que, frente a lo
avanzado de sus ideas poéticas, Bécquer fuera partidario, en política, de los
conservadores. El caso es que fue un decidido seguidor de uno de los políticos
más intransigentes y retrógrados (a pesar de su inicial progresismo) del siglo
XIX, Luis González Bravo, que le protegió cuanto pudo y que tenía previsto
prologar sus versos. Por eso estaba el original de estos en la casa del por
entonces presidente del Gobierno cuando triunfó La Gloriosa. Y allí se perdieron al ser arrasada la vivienda por los revolucionarios. Bécquer huyó con su protector camino de Francia,
adonde -según las malas lenguas- González Bravo se llevó parte del Tesoro
nacional. Pero el poeta se detuvo en Hendaya y acabó refugiándose en Toledo con
su hermano Valeriano.
Con éste, y bajo el seudónimo de
SEM, fue autor según algunos del libro pornográfico Los borbones en pelota, que dibuja y describe de forma soez la
procacidad de la corte de la rijosa Isabel II. Una publicación que, si se
compadece poco con las ideas políticas del monárquico Bécquer, menos aún encaja
con la imagen romántica e idealista que de él nos legaron sus deudos y amigos.
Como tampoco encaja que Gustavo Adolfo fuera sifilítico y que su muerte no le
llegara por la tuberculosis sino por el mal gálico, que padeció y contagió,
según se deduce de sus últimos versos, publicados en 1901 por su amigo Eduardo
de Lustonó:
Una mujer envenenó mi alma,
otra mujer envenenó mi cuerpo,
ninguna de las dos vino a buscarme;
yo de ninguna de las dos me quejo.
Como el mundo es redondo, el mundo rueda.
Si mañana, rodando, este veneno
envenena a su vez, ¿por qué acusarme?
¿Puedo dar más de lo que a mi me dieron?
El dibujo que ilustra este artículo es de un retrato de Gustavo Adolfo hecho por su hermano Valeriano Bécquer.