Dicen los
expertos en demoscopia que los políticos se han encaramado a lo alto del
escalafón de desapegos de la gente. No es difícil creerlo. Y me preocupa. No es
difícil creerlo porque hay varias circunstancias que ayudan a eso. En primer
lugar, la dinámica de la lucha partidaria, enfangada en un suicida “y tú más”,
que somete a un continuo descrédito al contrario y que no ayuda a enaltecer el
oficio. Además, porque la labor de miles de políticos honrados ―dedicados con denuedo a
conseguir lo mejor para sus pueblos―
queda oscurecida por cuatro sinvergüenzas que son los que aparecen en la
televisión, gracias también a un periodismo convencido de que venden más las
sombras que las luces. Finalmente, porque los telediarios sólo hablan de
políticos y no de ferreteros, de fontaneros o de agentes de Bolsa. Y, aunque
estoy convencido de que el grado de corrupción de los representantes populares
es inferior al de muchos otros profesionales, sólo suele haber cámaras para
ellos.
Y me preocupa
este descrédito porque casi todas las dictaduras han surgido del desinterés de
la gente por la política. Ese es el caldo de cultivo de demagogos y mesías. El
escenario idóneo para que uno alce la voz y, despotricando contra los políticos,
logre que los incautos piquen el anzuelo, convirtiéndose en seguidores de ese
político que dice no serlo. Una vez instalado en el poder, por las urnas o por
las armas, hará lo posible para que la gente siga sin interesarse por lo que
ocurre a su alrededor. De eso dependerá su propia supervivencia. Lo dijo el historiador
de las civilizaciones Arnold Toynbee: “el mayor castigo para quienes no se
interesan por la política es que serán gobernados por personas que sí se
interesan”. Así ha ocurrido en España y en todo el mundo. Y no sólo en nuestra
época, sino siempre a lo largo de la historia.
El caso de
Franco es paradigmático. Durante cuarenta años fue un dictador, esto es, un
político que no dejó que nadie más que él hiciera política. Y a pesar de eso es
conocidísimo el consejo que, sin duda con sorna, le dio a un amigo: “Haga como
yo, que no me meto en política”. Es la interesada confusión autoritaria de
quien pretende hacernos creer en la maldad intrínseca de la política para que nadie,
salvo él, se preocupe por ella. El apoliticismo o, mejor, el “antipoliticismo”
de tantos años de dictadura caló en la sociedad española hasta los tuétanos.
Todavía a mediados de 1987, cuando ―jovenzuelo
de veintitantos años―
me estrenaba como concejal del Ayuntamiento de Zafra, tuve que escuchar con
estupor cómo el alcalde de entonces me reconvenía en un pleno con el increíble
argumento de que allí no estábamos “para hacer política” (¡?).
Aún te
encuentras a quien te dice que es
apolítico. Uno puede ser apartidista, de izquierdas, de centro o de derechas,
pero no apolítico, salvo que decida aislarse ―como
Simón del desierto, el anacoreta de
Buñuel― de todo lo
que ocurre a su alrededor. Habrá a quien le guste más o menos seguir la vida de
las instituciones, la información política, la lucha partidaria y los
tejemanejes de los acuerdos y pactos, pero nunca debería despreocuparse de lo
que se hace con sus intereses desde esas instituciones.
Los griegos
tenían un nombre para designar a quien sólo se interesaba por lo privado y se
desentendía de lo público. Le llamaban “idiota”. Ni más ni menos. De hecho, ese
es el origen etimológico de la palabra: el que no se interesa por lo que ocurre
alrededor. Lo recuerda Fernando Savater: “Idiota: del griego idiotés, utilizado para referirse a
quien no se metía en política, preocupado tan sólo en lo suyo, incapaz de
ofrecer nada a los demás”.
Así, pues, el
descrédito de la política en las encuestas no sólo es culpa de los políticos y
de los señalados casos de corrupción de los que son protagonistas. Se debe
también a la opinión de la gente, de cierta gente. Más allá de esos imposibles
“apolíticos”, hay una parte de la sociedad española que siempre va a ser
contraria a la política porque esa es su ideología. Bien porque sigue añorando
los tiempos en que no hacía falta preocuparse por ella porque había un señor en
El Pardo que ya se preocupaba en nombre de todos, o bien porque su acracia le
lleva a rechazar cualquier poder establecido.
Al enjuiciar el
descrédito de la política hay que tener en cuenta, por tanto, que la ideología
de algunos ciudadanos es, precisamente, estar en contra de la política. No
pretendo hacer un juego de palabras, pero una parte de la crítica a los
políticos es critica a la política, y la crítica a la política siempre es
política, siempre tiene una ideología detrás.
No es raro que
en algunos casos veamos unido también ese ataque a la política con el ataque a
lo público. Quien así se expresa ―más
allá de otras valoraciones―
lo hace con coherencia, porque es evidente que la política sólo tiene sentido
en el espacio público, en la gestión de lo colectivo. Así vemos una modalidad,
llamémosle neoliberal, de crítica a la política en la que se impugna de ésta lo
que tiene de público, de intromisión en lo que se considera libre desempeño privado.
Es paradójico que el liberalismo, que arrancó hace ahora dos siglos como máxima
expresión de la política frente a los poderes estamentales del Antiguo Régimen,
con el afán de abrir los espacios de
comunicación y participación pública, ahora se enarbole precisamente, para
pretender recortar el ámbito de la política.
Finalmente, hay
una faceta de la actual crítica a la política que tiene que ver con la crisis y
con la sobrevaloración del papel de la economía. “Es la economía, estúpido” fue
la frase que acuñó el asesor de campaña de Bill Clinton en las elecciones
presidenciales estadounidenses de 1992 para intentar contrarrestar la buena
imagen de George Buch padre por su política internacional. Muchos han hecho
suya esta frase para enfatizar ―y
justificar― la actual
dependencia de la economía a que, por la crisis, han quedado reducidas todas
las decisiones políticas. La economía parece ser ahora la única que manda. Si
siglos atrás fue la Iglesia o la milicia quien regía los destinos de los
países, y acabaron sometidas ―más
o menos― a la
política, ahora sería la economía la soberana. Hasta tal punto que empieza a
extenderse la opinión de que la política ―o
sea, la democracia―
se ha detenido y postrado a las puertas de las grandes instituciones
financieras internacionales. Hasta tal punto de que no parece haber margen para
la política con tanta exigencia económica.
Pues bien, el
papel de víctima de la política frente a las decisiones económicas no le exime
de responsabilidad a ojos de muchos. A pesar de su aparente indefensión ante la
economía, la política sería la responsable de esa situación. Y ese sería un
reproche más que unir a los otros que algunos le hacen a la política. Otro
reproche ideológico.
Yo también
escribo desde una ideología. Estoy convencido de la necesidad de la política.
De la imposibilidad de democracia sin ella. De que la corrupción de algunos
políticos no puede suponer el cuestionamiento de la política como forma de
participación en lo colectivo. Estoy convencido del papel de lo público en
nuestra sociedad. De que la preocupación por lo que es de todos es la base de
una comunidad. Estoy convencido de la preeminencia de la política sobre la
economía. De la necesidad de sostener esta preeminencia a pesar de la opinión
de los contables.
En fin, emulando
la llamada de atención de Clinton, aunque con un leve cambio, podría decir
ahora, para indicar dónde está el foco de interés, a pesar de corrupciones y
descrédito: “Es la política, estúpido”.
(Publicado en Papeles del Foro. Boletín de opinión del Foro zafrense, nº 3, mayo de 2012)