Vuelvo a Marcel Schwob gracias —y así siempre— a Heráclito. Me obsesiona su Eróstrato, incendiario, de ese libro que deslumbró a Borges y —supongo— a Sartre y a Pessoa: Vidas imaginarias (1896). Desde hace veinte años soy incapaz de dejar de leer cada cierto tiempo ese relato, cuyo argumento ya reveló Estrabón:
Eróstrato entró de noche en el templo de Artemisa en Éfeso, donde estaba depositado, junto a otras riquezas, el manuscrito de Heráclito, el filósofo del fuego. Había sido rechazado como sacerdote del templo, y juró apartar el velo que cubría la piedra negra, cónica y brillante que representaba a Artemisa. Quizá fuera en venganza o, como recuerda el complejo al que dio nombre, por afán de notoriedad.
Hundió sus dedos entre las alhajas vírgenes. Pero no sacó más que el rollo de papiro donde Heráclito había inscrito sus versos. Al fulgor de la lámpara sagrada los leyó y se enteró de todo. En seguida gritó: “¡Fuego, fuego!”.
El templo fue destruido por las llamas y se perdieron las palabras del filósofo, hoy sólo fragmentos. Era el sexto día del mes hecatombeón —nuestro 21 de julio— del año 356 a. C. Esa misma noche nació Alejandro Magno.
Las ciudades de Jonia prohibieron pronunciar, siquiera, el nombre de Eróstrato, pero el rumor lo ha traído hasta nosotros. Consiguió la celebridad gracias a Estrabón, a Schwob, a Pessoa, a Sartre, a Borges... y a Cervantes, que lo cita en El Quijote:
También viene con esto lo que cuentan de aquel pastor, que puso fuego y abrasó el templo famoso de Diana, contado por una de las siete maravillas del mundo, solo porque quedase vivo su nombre en los siglos venideros; y aunque se mandó que nadie le nombrase ni hiciese por palabra o por escrito mención de su nombre, porque no consiguiese el fin de su deseo, todavía se supo que se llamaba Eróstrato.
Eróstrato entró de noche en el templo de Artemisa en Éfeso, donde estaba depositado, junto a otras riquezas, el manuscrito de Heráclito, el filósofo del fuego. Había sido rechazado como sacerdote del templo, y juró apartar el velo que cubría la piedra negra, cónica y brillante que representaba a Artemisa. Quizá fuera en venganza o, como recuerda el complejo al que dio nombre, por afán de notoriedad.
Hundió sus dedos entre las alhajas vírgenes. Pero no sacó más que el rollo de papiro donde Heráclito había inscrito sus versos. Al fulgor de la lámpara sagrada los leyó y se enteró de todo. En seguida gritó: “¡Fuego, fuego!”.
El templo fue destruido por las llamas y se perdieron las palabras del filósofo, hoy sólo fragmentos. Era el sexto día del mes hecatombeón —nuestro 21 de julio— del año 356 a. C. Esa misma noche nació Alejandro Magno.
Las ciudades de Jonia prohibieron pronunciar, siquiera, el nombre de Eróstrato, pero el rumor lo ha traído hasta nosotros. Consiguió la celebridad gracias a Estrabón, a Schwob, a Pessoa, a Sartre, a Borges... y a Cervantes, que lo cita en El Quijote:
También viene con esto lo que cuentan de aquel pastor, que puso fuego y abrasó el templo famoso de Diana, contado por una de las siete maravillas del mundo, solo porque quedase vivo su nombre en los siglos venideros; y aunque se mandó que nadie le nombrase ni hiciese por palabra o por escrito mención de su nombre, porque no consiguiese el fin de su deseo, todavía se supo que se llamaba Eróstrato.
Y el incendiario acabó venciendo.
Los nombres de los criminales, si no los susurra la gente, los pregonan los escritores, que dan y quitan celebridad... antiguamente.
Cosa curiosa. Hace poco en alguna página de Javier Marías, "Corazón tan Blanco", leí una referencia más a Artemisa que a Heráclito. Eso fue en un pasaje en donde no recuerdo que referencia hizo Marías a una situación silenciosa que se lleva con hidalguía en los matrimonios. Si te interesa, la puedo buscar con más detalle.
ResponderEliminarUn abrazo.