lunes, 31 de julio de 2006

El comerciante de curtidos

Mis vacaciones siempre comienzan “oficialmente” con un paseo de mañana por la calle Sevilla y una visita a mi tertulia de la tienda de curtidos de Cayetano Berciano. Es de los últimos establecimientos de este tipo que quedan en Extremadura, y su rareza no sólo es debida al género que vende sino a la naturaleza bifronte del lugar (mitad tienda, mitad mentidero), de su dueño (mitad comerciante, mitad intelectual) y de sus asiduos (más que clientes, hablanchines). En otra parte me he referido a este sitio: Allí recalamos alguna tarde a la semana varios conocidos. Mientras los niños juegan con imanes, se miran al "espejo zapatero" o comprueban la voracidad espacial de su estatura en la "pared medidora", el resto peroramos sobre lo divino y lo humano en una conversación trufada de dicterios, dichos latinos, citas eruditas y alusiones a personajes más o menos decentes de la Zafra de hoy y de ayer.

Esta mañana andaban por allí Francisco Croche de Acuña y Manuel Guillén, y sólo nos ha dado tiempo a comentar brevemente las últimas declaraciones de monseñor Cañizares identificando catolicismo y unidad de la patria española. O sea, el nacionalismo español como principio teológico.
Después mi amigo Cayetano Berciano, buen lector y un entendido en arte, me enseña el catálogo de una exposición pictórica en el que aparecen algunas obras de fray Juan Sánchez Cotán, el principal pintor de bodegones del Barroco español. Busca hasta dar con el famoso Membrillo, col, melón y pepino del Museo de Arte de San Diego, y durante varios minutos me describe con apasionamiento la exactitud en la colocación de las piezas de esta naturaleza muerta, su inquietante modernidad, y me habla de la maestría alcanzada por los pintores españoles de los siglos XVI y XVII. Comienzo mis vacaciones con una lección de arte a cargo de un singular comerciantes de curtidos.

domingo, 30 de julio de 2006

Deslealtad


Ese es el vocablo que ha utilizado el portavoz del Partido Popular para definir la decisión del alcalde de Madrid de oficiar la ceremonia de boda de dos homosexuales militantes de su mismo partido. Creo que la deslealtad la comete la dirección del PP con su propia gente al oponerse a la voluntad de estos hombres de unirse legalmente. Si ni siquiera amparan los derechos de dos afiliados cómo creer que vayan a ser respetuosos con los del resto de los ciudadanos.

domingo, 23 de julio de 2006

Los Álvarez Guerra de Fernando Pérez


Un encargo reciente me ha aproximado de nuevo a los Álvarez Guerra y me ha traído a la memoria a Fernando Pérez. Están organizando una exposición bibliográfica titulada Extremadura: Tierra de libros con ejemplares de la Biblioteca de Extremadura y del Fondo Clot-Manzanares. Y Joaquín González Manzanares me pidió que hiciera, para el catálogo, la reseña bibliográfica de tres de los libros, cada uno de ellos escrito por uno de los hermanos de esta familia zafrense.

Me apasionan la vida y la obra de estos hermanos. Hijos de Francisco Javier Álvarez, un propietario agrícola ilustrado de finales del siglo XVIII, los Álvarez Guerra son un magnífico ejemplo de familia liberal decimonónica, con presencia notable en la política, en la milicia, en la economía, en la agronomía y en la filosofía. El de vida más pública fue Juan. Dos veces ministro de la Gobernación (en 1813-1814 y en 1835), diputado en las Cortes del Trienio, prócer del reino después, preso y exiliado político antes, Juan Álvarez Guerra compaginó la política liberal con la actividad intelectual como traductor y autor de ensayos agronómicos. Precisamente fue esta la faceta más practicada por Andrés, otro de los hermanos, agricultor, arbitrista, inventor de artilugios y aperos agrícolas y coronel del ejército durante la guerra contra los franceses.

El benjamín, José, nacido en 1778 y muerto hacia 1862, también fue soldado (capitán y oficial de Estado Mayor), también fue político liberal (gobernador de Salamanca, Palencia, Cáceres y Soria), también fue autor de arbitrios para resolver los problemas de la nación, pero sobre todo fue filósofo y escribió una obra precursora del krausismo: Unidad Simbólica o Destino del Hombre en la Tierra o Filosofía de la Razón. Las primeras muestras de su filosofía las publicó en 1836 en Soria, una de las ciudades capitales en la vida y obra de su bisnieto Antonio Machado.

Quien más supo de los Álvarez Guerra fue Fernando Tomás Pérez González, que escribió varios libros y artículos sobre ellos y cuya tesis doctoral (El pensamiento de José Álvarez Guerra) va a ser publicada ahora por la Editora Regional de Extremadura, la entidad que él dirigió hasta su muerte. Su hermana Celes me dice que ha retomado la edición de la web de su padre, en la que trabajara Fernando hasta los últimos días, y que está preparando un sitio en internet sobre él, aunque aún no está operativo:
www.fernandotomasperez.com. Seguro que ese sitio se convertirá también en un rincón en la red sobre los Álvarez Guerra, la familia extremeña decimonónica que tan apasionada y rigurosamente él investigara.

sábado, 22 de julio de 2006

Papeles viejos


Tengo una afición antigua por los papeles viejos. No sé si porque soy historiador o si soy historiador por eso. En el expurgo de hace unos días, que ya he comentado en otra ocasión, han aparecido piezas importantes. Como la separata que publicó La Hoja del Lunes de Badajoz a finales de mayo de 1977 con las fotografías de los candidatos que se presentaban en Extremadura a las elecciones generales de ese año, las primeras libres tras tantos lustros. El folleto tiene fotos impagables (mucho ha cambiado el marketing electoral) y en él aparecen nombres y siglas de maridaje hoy sorprendente.

He escogido la página 12, que reproduce los nombres y las imágenes de los primeros candidatos al Congreso por Badajoz de la Alianza Socialista Democrática. Esta coalición la integraban en España el denominado PSOE histórico, de Manuel Murillo, y el Partido Socialista Democrático Español, de Antonio García López. A éste sus enemigos políticos llegaron a acusarle de espía de la CIA, y a su partido, de montaje de los servicios secretos americanos para menoscabar las posibilidades del PSOE de Felipe González.

En Extremadura obtuvieron 1835 votos, el 0,58%. La cabecera de cartel es memorable. A Lázaro Movilla Chacón, alcalde socialista de Segura de León en 1936, le acompañaban Moisés Cayetano Rosado —hoy concejal del PSOE en el Ayuntamiento de Badajoz, tras algunos años de militancia en Izquierda Unida— y Tomás Martín Tamayo —hoy diputado y secretario de comunicación del Partido Popular tras su paso por CREX, CDS y UCD.

¡Para que después digan que en Extremadura no ha cambiado nada en estos años!

viernes, 21 de julio de 2006

La bondad



A veces olvidamos el valor de la bondad. Me refiero a la bondad sin atributos. Algunos vamos por la vida con la cabeza llena de ideas y con el gusto ávido de exquisiteces intelectuales, y olvidamos la bondad sencilla de la gente común.

Hoy me he culpado de ese descuido al encontrarme a un buen hombre: Simón Sayago Ladera, utillero del polideportivo de Zafra y esquilador de mulas, sesenta y cinco años, natural de Feria. La forma en que me ha saludado ha sido la expresión de la bondad. Él y yo sólo nos conocemos del trato esporádico de quienes viven en la misma ciudad, de saber yo de sus afanes por la Virgen de su pueblo y de saber él de mis cosas de la guerra civil. He hablado con él varias veces de esos y otros asuntos. Es un buen hombre y un gran profesional: ya digo, de los pocos esquiladores "artísticos" que quedan. Y hoy me ha saludado con un afecto en desuso. Primero con los ojos; después, se ha acercado; finalmente, me ha puesto las manos en los hombros y me ha dicho: “me alegro mucho de verte”. Así, sincera y sencillamente.

Lo dicho: la bondad

(Le blanc-seing, René Magritte, 1965)

viernes, 14 de julio de 2006

lunes, 10 de julio de 2006

La bandera de Extremadura


Ordenando papeles me topo con un recorte de prensa de La hoja del lunes, el desaparecido semanario extremeño que dirigiera, entre otros, Gaspar García Moreno. Por desgracia el recorte no lleva fecha, aunque debe ser de la primavera de 1976. Es una carta al director firmada por Bartolomé Gil Santacruz, mecenas y editor extremeño. Bajo el título “Extremadura ya tiene su bandera” dice:

Señor Director:
Acabo de leer en el periódico regional HOY con gran satisfacción que la Comisión Permanente del Ayuntamiento de Badajoz, en la sesión celebrada el día 25 de febrero último, decidió, a propuesta de don Fernando Belmonte, la investigación sobre la bandera de Extremadura. Lo cual me entusiasmó al leerlo, porque pienso que a todos los niveles despierta nuestra conciencia regional.
Un grupo de extremeños asentados en Madrid, entre los que se encuentran personalidades importantes de las letras y las artes de nuestra tierra, investigamos la mencionada bandera y no encontrando antecedentes históricos, decidimos buscar formas y colores para su posible creación. Esta se llevó a cabo en una reunión de la peña “La Encina” en el mes de abril y se confeccionó de acuerdo a la mayoría de criterios que abundó en el tema. Conclusión:
Los colores nacionales, rojo y gualda, entrando en cuña en el verde de la encina y la oliva, el pardo de la tierra y una pequeña faja de negro (por el dolor de Extremadura) eran los adecuados para la bandera.
Esta bandera, tuve el honor de presentarla personalmente con motivo del homenaje de Extremadura a nuestra querida Isabel Montejano, Isabel de Extremadura, el día 15 de mayo del pasado año, en Mérida de manera oficiosa. En esta ocasión se hallaban presentes los gobernadores de ambas provincias, los presidentes de las Diputaciones, el actual director general de Política Interior, señor Sánchez de León, los alcaldes de Mérida, Plasencia, Navalmoral, y otros muchos hombres de letras como don Pedro de Lorenzo, Sánchez Pascual, Antonio González Conejero y otros.
Por lo tanto, Extremadura ya tiene su bandera mientras no surja una histórica. Adjunto mando copia a todo color.

domingo, 9 de julio de 2006

Garikoitz Cuevas



Dice José Guirao que en las pinturas de Garikoitz Cuevas (Sanlúcar de Barrameda, 1968) los distintos planos de color y materia van surgiendo como si de un viejo tronco fuéramos arrancando capas de su corteza.

"Limbo caníbal". Técnica mixta sobre lienzo, 2002.

sábado, 8 de julio de 2006

Residencia

Sobre este nombre se edificó una parte de la actividad literaria de Cáceres a comienzos de los años ochenta del pasado siglo. Así se llamaba la revista editada por la Residencia Universitaria San José junto al Departamento de Literatura de la Universidad de Extremadura, y así llamamos también a un premio de poesía convocado por aquellos años desde el mismo centro.

El ancestro del nombre era evidente y recordarlo aún sonroja: la insigne revista dirigida por Alberto Jiménez Fraud en la madrileña Residencia de Estudiantes donde de 1926 a 1936 publicaran poemas y textos los más destacados de la Generación del 27. Debíamos sufrir un inmoderado deseo de distinguirnos de lo que realmente éramos para llamar así a aquello que, en sus orígenes, no fue más que un boletín de estudiantes bastante mal escrito, peor editado y nacido en una residencia que -aunque hoy la recuerdo con el mayor cariño- era entonces el principal nido de fachas de la ciudad, como se solía decir.

La residencia San José dependía de la Caja de Ahorros de Cáceres y una parte de los que se alojaban en ella era hijos de la alta burguesía extremeña. Incluso algún aristócrata o el vástago de una importante figura de la política nacional residió en la San José. No es extraño que casi todos estudiaran la carrera del poder e ideológicamente no admitieran nada a su diestra. De Derecho y de derechas, esa era la definición que, con resignado humor, dábamos de la residencia los pocos que nos salíamos de la norma. El diez por ciento de extravagantes vivíamos en 1977 y 1978 en los pasillos inferiores del edificio. Allí estaban las habitaciones de quienes cursábamos Filología o Historia o Magisterio u Obras Públicas... —carreras raras frente al casi unánime Derecho— y sólo allí había banderas de Extremadura, se escuchaba la Nueva Trova Cubana y en los estantes se veía algún libro de Marta Harnecker, Santiago Carrillo (que acababa de publicar Eurocomunismo y Estado) y los filósofos de la sospecha. El extrañamiento en los sótanos no era por razones ideológicas pero casi, pues —salvo excepciones— quienes estudiábamos alguna de esas carreras éramos los únicos que no seguíamos a Blas Piñar, ídolo de la mayoría de los residentes. El carácter político del centro se simbolizaba en su director, José María Corzo Sinobas, vecino de Zafra y recientemente fallecido. Corzo era un cordimariano secularizado, hombre de gran cultura y filósofo ultramontano que en alguna ocasión presentó al líder de Fuerza Nueva en sus mítines cacereños.

A mediados de 1978 la Caja —sensible a los tiempos constitucionales—nombró nuevo director a un profesor de Derecho Administrativo, Juan José de Soto Carniago, que introdujo nuevos aires y permitió la edición de la revista. Colaboré en la redacción desde el primer número, a finales de 1978, junto a Isidoro Bohoyo (hoy coordinador de las bibliotecas de la provincia de Badajoz) o Chema Gómez Caminero (decano del Colegio de Abogados de Badajoz), entre otros. Las primeras entregas fueron horrendas: veintitantos folios unidos con tres grapas, escritos en mi Olivetti Studio 45 y editados a ciclostil; los contenidos, insustanciales: chascarrillos de la vida en la casa, polémicas sobre las novatadas, pésimos poemas (ahí publiqué el primero, también pésimo) y soporíferos artículos sobre “La Esclavitud negra en la América española” o “Técnicas sociales en el diseño del automóvil”.

En diciembre de 1980, tras cuatro números editados, la revista experimentó una importante mejora. Un joven madrileño, profesor de Literatura en la Universidad extremeña, Jesús Cañas Murillo, que había llegado a Cáceres con Juan Manuel Rozas, fue nombrado Delegado de Actividades Culturales de la residencia y se incorporó como presidente al Consejo de Redacción. La portada cambió, adoptando la que sería clásica en la trayectoria de la revista: un taller de imprenta enmarcado en una estructura arquitectónica presidida por un título de tenebrosas letras más propias de película de terror.

A partir de entonces Residencia se convirtió en una digna revista universitaria de cultura. Durante un tiempo el coordinador siguió siendo el de la época anterior, Manuel Fernández Jiménez, y en diciembre de 1981, ya en mi último año de carrera, lo fui yo. El equipo se completaba con los profesores Marino Marcos Cuervo-Valdés (ingeniero salmantino que impartía clases en la Politécnica), Juan Antonio Calvo-Costa (valenciano, catedrático de Literatura de la Michigan State University que pasaba un año en Cáceres) y los estudiantes Manuel Florenciano Jara, Paco Martín Camacho, Miguel Ángel Teijeiro, Tano Álvarez Buiza y mi hermano Miguel Ángel.

Ese fue el primer equipo de trabajo de los muchos en los que he participado en mi vida. Jesús impulsó un importante programa de actividades culturales y nosotros le servimos de activos colaboradores. Todos aprendimos mucho de una experiencia que modeló nuestros gustos culturales. El montaje y redacción de cada número era una intensa clase práctica de la mejor cultura. Nunca supe tanto del tan cacareado espíritu universitario como en el afán de ese grupo de Residencia. Otros seis números editamos de esa nueva Residencia hasta que en 1983 el Departamento de Literatura asumió como propia la publicación y comenzó a componerse en una imprenta. Mi hermano fue nombrado Secretario y los que abandonamos Cáceres, Miembros de Honor.

Durante ese tiempo en la revista firmaron nombres de fuste (Manuel Tuñón de Lara, José Luis López Aranguren, Carlos Rojas, Antonio Holgado, Luis Rosales, Dámaso Alonso, Juan Manuel Rozas, Kenneth Scholberg, Luis López Guerra, Joaquín Benito de Lucas, Antonio Rodríguez de las Heras, Romano García...) y publicaron sus primeros poemas y textos buena parte de la actual nómina de escritores extremeños (Ángel Campos, Luciano Feria, Ada Salas, Álvaro Valverde, José Manuel Fuentes, José Luis Bernal, Javier Pérez Walias...).
El gusto clásico de Jesús, evidente en las citas con las que encabezaba cada editorial, resume parte del espíritu de esos años inolvidables vividos en la San José y alrededor de Residencia.
A mucho obligan las leyes de la obediencia forzosa; pero a mucho más las fuerzas del gusto (Miguel de Cervantes).

Pares cum paribus facillime congregantur (Ciceron).

miércoles, 5 de julio de 2006

El fuego secreto de los filósofos


Ayer comí en Mérida con Isidoro Reguera, catedrático de Historia de la Filosofía de la Universidad de Extremadura. En la conversación nos comentó su último encuentro con Jacobo Siruela y con su mujer, Inka Martí, retirados en Mas Pou, una casona en la localidad gerundense de Vilaür, de 115 habitantes. El conde de Siruela editó hace tres años el libro de Reguera sobre Jacob Böhme, el poco conocido filósofo alemán del siglo XVI, y supongo que de ahí se conocen.

Desde el Ampurdán, Jacobo Fitzjames-Stuart Martínez de Irujo —tras vender la magnífica Ediciones Siruela— gestiona su nueva aventura editorial: Atalanta, que está poniendo en el mercado algunos libros “raros” y refinados, tan del gusto de su dueño y de quienes le seguimos. Le he leído al editor que su intención es buscar modelos, que está harto —editorialmente hablando— de la enfermiza celebración del presente y que los mejores anclajes para el porvenir son la memoria y la imaginación.

A cuento de Siruela y de Atalanta, Isidoro Reguera y yo descubrimos que leemos —y ambos con pasión— el mismo libro: El fuego secreto de los filósofos, de Patrick Harpur, primer título publicado por la nueva editorial dentro de la colección “Imaginatio Vera”.

Hace unos días me referí aquí a él. El subtítulo es Una historia de la imaginación, y de eso trata. Harpur recorre arquetipos, sucesos, leyendas, autores y obras —sobre todo del mundo anglosajón— que han ido jalonando un discurso distinto al de la ortodoxia racionalista. Es un libro de filosofía, de mitología, de literatura, de historia... que muestra formas distintas de ver el mundo. El hilo argumental de este ensayo salta del ya citado Böhme —Boehme prefiere el traductor— y su distinción entre fantasía e imaginación a los mitos griegos, de Newton y Einstein a los gnomos de las fábulas del bosque, de Petrarca al Santo Grial. Si intentara contar el contenido de esta obra sentiría casi similar impotencia a la manifestada por el personaje de El Aleph: lo que vieron mis ojos fue simultáneo; lo que transcribiré, sucesivo... Porque Patrick Harpur ha querido construir su libro no con el canon apolíneo de la ortodoxia que critica sino con el desorden dionisiaco de la heterodoxia que propone. Y ha escrito un libro sin orden, o mejor, con otro orden. Una reflexión sucede a otra por analogía, evitando toda jerarquía e hilvanando así un discurso coherente, en la forma, con su propio contenido. Al decir del autor, el libro está hecho como piensan los nativos: superando las contradicciones mediante metáforas y evitando dar un valor simbólico absoluto a cada cosa.
El fuego secreto de los filósofos es una lectura que merece la pena. Ofrece belleza y conocimiento desde la originalidad. Es un libro inteligente, que ayuda a desbrozar la inteligencia de lo que ha ocurrido y ocurre. Y en la portada, Arcimboldo, Agua, 1566.

domingo, 2 de julio de 2006

La biblioteca de mi hermano mayor


Para un adulto la infancia es, a veces, sólo un pozo donde hay recuerdos que rescatamos con esfuerzo: el "Salón Romero" en llamas una mañana de domingo, y un crío de cuatro años apartando los visillos al otro lado de la plaza para ver el espectáculo del fuego; la academia de don Roberto, y la maestra doña Manuela Venera, con unas zanjas abiertas en medio del patio donde uno acabaría empujado por Fernando Sabido; un parque inmenso y bellísimo como jardín de nuestras andanzas de muchachos; la visita a la abuela Laura, la peseta de propina, y la pescadilla y el vasito de casera para que pase, hijo; los maletillas de la Plaza de Toros haciéndonos toreo de calle a cambio de unas latas de sardinas.

Quizás, más que un pozo, la infancia sea una calle donde hay recuerdos. Los niños nos bregábamos en la tierra, jugando al balón, haciendo recados, guerreando con pandillas rivales, a la salida del colegio o en la merienda, con una jícara de chocolate y un trozo de pan en la mano. Allí éramos niños. Frente a los de la Huerta Pablito, tirando piedras, o contra los de la Avenida jugando al fútbol en los portalones de Pina; lanzando el pinche en el parque o bajando con las bicis por la calle Canal; rondando a las niñas del edificio Alcázar o llamando a las puertas de todos los vecinos. La calle era un espacio abierto al mundo y a la vida.

Dice Ortega y Gasset que, frente al campo abierto, la plaza es la negación del campo, un espacio nuevo y cerrado. Pues bien, también mi infancia, además de ese espacio inicial y exterior, de ese campo abierto de la calle y del parque, tuvo un espacio interior, acotado, tan vital para mi crecimiento como la calle: la biblioteca de mi hermano mayor.

Desde que nací, desde que nacimos —porque esa suerte también le atañe a Miguel Ángel, el pequeño— el libro fue un objeto cotidiano en mi casa gracias a los centenares que poblaban las estanterías de “multimueble” del despacho de mi hermano Luis Ricardo, “el mayor”. Antes de los diez años ya pasaba allí yo buenos ratos, sentado en un sofá de skay, ojeando revistas, coleccionables, recortes de periódico o empezando a leer algunos libros. Buena parte de mi pasión por la literatura, por la lectura y por los libros se debe al conocimiento de ese espacio interior de mi infancia que fue la biblioteca de Luis Ricardo. Allí también descubrí que, aunque interior, ese sitio no era cerrado, sino que te proyectaba más allá del camino de Belén o de la fábrica de los Pons, más lejos incluso de la Rivera o del Puente Aragón. Buscar entre sus títulos algo sorprendente podía ser incluso más divertido que jugar al escondite. Contemplar las portadas y las láminas en color de algunos de ellos no tenía parangón con los programas en blanco y negro que entonces ofrecía la tele. Al abrir un libro podías llegar a correr más que cualquiera, a volar más alto que nadie, a navegar por mares que nunca habían sido surcados y a visitar territorios escasamente poblados. Y más aún: al abrir un libro podías apreciar la importancia de ejercitar ese músculo extraordinario de la imaginación y llenar el depósito de la cultura, donde nada pesa. No sé qué hubiera sido de mí sin esos libros pero sí sé lo que hicieron de mí.

(...)

Fragmento del texto introductorio a Años de ignorancia, inquietudes y esperanza (1946-1970) de Luis Ricardo Lama (edición de amigos, 2006). La imagen es Written Worlds, de Rob Gonsalves.

sábado, 1 de julio de 2006

El último deseo












todo lo demás, dispuesto:
el nudo marinero
(única deuda con la patria),
el terno de domingo,
los libros
donde apoyar, por una vez,
la vida,
el efecto de péndulo
sobre los muebles de la sala,
la prevista sorpresa del vecino.

Todo. El día, la excusa, la hora,
el poema póstumo, la basura
de ayer, el acantilado
donde romperán las cenizas...

Hasta la carta al juez,
única de amor que el hombre escribe.

Todo a punto. Todo
salvo ese último deseo
que debe animar a los ahorcados
a eyacular sin gozo.


(No teman los amigos, no voy a desempolvar todos mis poemas añejos. Es sólo para ver si me animo y vuelvo al oficio)

A mi querido público

Esto de los blogs acabará analizado por psicólogos. Lo estará ya. La movida que se ha montado por estos lares en los últimos días me está sirviendo de aprendizaje acelerado sobre la condición humana. Uno tiene ya 45 años y a estas alturas algo conoce del asunto, pero debo admitir que estoy asistiendo a un inestimable master de postgrado. Más allá del asunto de Pilo, que creo que está ya bastante agotado (el asunto, no él), lo curioso es cómo el río revuelto de la polémica atrae a tipos extraños, al acecho para despotricar contra cualquiera a la mínima de cambio. Gente a la que ni le va ni le viene lo que se esté discutiendo. Adormecen con las manos cerca del teclado y se espabilan a la menor oportunidad con la injuria en los dedos, o te descubren en internet (¡anda, aquí está este cabrón!) y aprovechan para escupirte al paso, como si estuvieran en un balcón y se escondieran después. En ocasiones son antiguos enemigos (tengo un par de ariscos por cada muchos amigos), tipos a los que uno les cae mal desde siempre, con o sin razón aparente, o gente que te odia por alguna suposición: suponen que eres de este o de aquel partido político, suponen que te lucras del común, suponen que estás a favor o en contra de la refinería, suponen..., suponen...

En algunas de estas prácticas estoy curado de espanto. Diez años en política local —aunque ya lejanos—me adiestraron en la defensa ante el navajeo. Por lo demás, casi nunca he visto los toros desde la barrera, y ya se sabe que cuando uno torea se arriesga al halago o al improperio del público. Los límites, como siempre, están en el respeto a quien quiere seguir asistiendo al espectáculo. Ese derecho es mayor que el muy cuestionable de quien dice expresarse y sólo insulta.

Por eso la contumacia de algunos me ha aconsejado —aunque me he resistido bastante— a moderar desde hace unos días los comentarios. La plaza está más tranquila. El cedazo impide el regodeo de los lenguaraces, aunque también dificulta la participación de los bienintencionados. Ruego un poco de comprensión a éstos y dedico todo mi desprecio a aquellos.