Reviso la oferta de exposiciones
de la capital y elijo una que promete. Desde hace tiempo solemos pasar en Madrid el primer fin de semana de septiembre. El título es “La
Gloriosa, la revolución que no fue”, abierta durante el segundo semestre del
año en el Museo del Romanticismo. Una muestra sobre esa insurrección
antiborbónica que, con intenciones distintas, reunió -en 1868 y en torno a la
insurgencia- a los progresistas, a los unionistas y a los demócratas.
El museo ya lo conozco. Mi
interés está en la exposición. Recorro las salas previas reiterándome en lo que
siempre he pensado sobre esta institución de la calle San Mateo: le falta
discurso expositivo y le sobran vigilantes. La colección de piezas sobre el XIX
español es fantástica, pero uno tiene la impresión de que se acumulan cuadros
y objetos sin explicación alguna. Ya sé que no es un centro de interpretación; que es un museo. Pero, no es un museo generalista, sino con un eje temático bien definido, que debería desarrollarse en las salas. Le hace falta un panelito interpretativo, una grafía,
un esquemita, qué sé yo…
Cuando llego al que supongo inicio
de la exposición, una minúscula sala con grabados, pregunto a una de las
vigilantes:
―“¿Aquí comienza la
exposición?”.
―“Aquí comienza y aquí termina:
esta es la exposición”, me responde con una sonrisita ante mi cara de
incredulidad.
Resulta que la exposición,
anunciada en todas las guías culturales de Madrid, no es más que una colección
de veintitantos grabados, minúsculos casi todos ellos, colgados en una sala de cuatro metros cuadrados. Y punto. De interés, sin
duda, pero poca cosa para merecer, por sí solos, una exposición. Lo único
interpretativo que tiene la muestra es el título “La Gloriosa, la revolución
que no fue”, cuyo sentido uno no alcanza si se atiene exclusivamente a la
contemplación de tan magro contenido. Tras mi chasco, a la cabeza se me viene
otro título: “La Gloriosa, la exposición
que no fue”.