jueves, 25 de junio de 2015

Las memorias de Vicente Herrera, singular autodidacto

Decía José Ortega y Gasset que los españoles no escribimos autobiografías porque concebimos la vida como un permanente dolor de muelas, frente a otros europeos que sí sienten placer por lo pasado.  El filósofo fue uno más de los que constató la escasez de este género literario en España, aunque las razones aducidas para esta supuesta aversión del español hacia lo autobiográfico no siempre fueran las mismas. Además del rechazo al pasado o a la propia escritura (el padre Feijoo decía que el español tomaba antes la espada que la pluma), hay quien afirma que somos flacos de memoria o pudorosos para sincerarnos. Razones demasiado raciales para tener fundamento.
El caso es que, si alguna vez ha sido cierta esa sospecha, hoy no es más que un tópico. A partir de la muerte de Franco, fue notable el incremento bibliográfico de la llamada “literatura del yo”: autobiografías, memorias, diarios, epistolarios... Junto al innegable crecimiento cultural experimentado por el país, el motivo de este renacimiento es que el género confesional exige libertad y no es cuestión de airear a los cuatro vientos nuestros pensamientos si hay riesgo de ir a la cárcel por ellos.
Además, el pasado español del siglo XX tiene en su mitad uno de esos “hachazos históricos” que condiciona la existencia de todo un país. La Guerra Civil convirtió de golpe en dramáticamente singulares las vidas de muchas personas anónimas. Y no fue hasta después de la muerte del dictador cuando pudieron publicarse los relatos de vida generados por ese acontecimiento. Si a esto unimos que el devenir español de estos últimos cuarenta años también ha generado otras excepcionalidades históricas alrededor de la propia transición política y de la recuperación de las libertades y de las nuevas instituciones democráticas, ya tenemos sobre el escenario algunas de las circunstancias que explican el buen momento que atraviesa en España el género memorístico.
Los escritores y los políticos han sido los principales autores de estos textos, pero el auge de lo autobiográfico no es atribuible sólo a las celebridades. Hay mucha memoria ciudadana, mucho modesto relato de individuos sin notoriedad pública en la última bibliografía memorística española.
En Extremadura, salvando las distancias económicas y sociales, todo debería de ser más o menos parecido al resto de España. O, al menos, eso defiendo siempre. Aunque en esta ocasión me faltan argumentos para sostenerlo. Porque es verdad que en los últimos cuarenta años se ha practicado poco en la región a diferencia de en Españael género autobiográfico. No hay que buscar las razones en la idiosincrasia extremeña y sí en las ya citadas condiciones socioeconómicas. Porque, en literatura, escribir sobre el yo puede entenderse como una cualificación del escribir sobre los otros, y aquel tipo de textos sólo surgen si de éstos hay suficientes muestras.
En definitiva, hay pocos libros autobiográficos escritos en los últimos años por extremeños. Sin pretender ser exhaustivo, entre los escritores están José Antonio Gabriel y Galán, que escribió  Diario 1980-1993; el poeta Santos Domínguez Ramos, que tituló Memorial de un testigo sus notas autobiográficas editadas en 2002; el cacereño asturiano José Luis García Martín, que nos ofrece desde hace años sus diarios bajo distintos títulos, los últimos de los cuales han sido Para entregar en mano y Línea roja, y Luis Landero, que acaba de publicar su novela autobiográfica El balcón en invierno.
Entre los políticos han hecho incursiones en la escritura autobiográfica, aunque con modalidades distintas, Manuel Veiga López (Confidencias y semblanzas, 1994), Alberto Oliart (Contra el olvido, 1998), Alfonso González Bermejo (Los primeros momentos, 2004), Enrique Sánchez de León (Extremadura, de todos, 2004) o Juan Carlos Rodríguez Ibarra (Rompiendo cristales, 2008).
Pero ya decía que las memorias no son sólo de celebridades. También hay personas anónimas o de menor relevancia pública que nos han ofrecidos sus recuerdos, la mayoría de ellos sobre la guerra y la posguerra. Algunos de los textos de este tipo son: Recordando mi memoria, del barcarroteño Manuel Lobato Benavides; Hacia otros horizontes, de Luis Vasco Durán, de Monesterio; Memorias de un comunista, de Elías Zafra Viola, o Así fue pasando el tiempo, de la miliciana extremeña María de la Luz Mejías Correa.
El libro que el lector tiene entre sus manos, Memorias. Semblanza de una época, de Vicente Herrera Silva, se inserta, pues, en esa edad de oro de la autobiografía que vivimos en España desde hace cuatro décadas. Y lo hace compartiendo rasgos de los tres tipos de autores de textos autobiográficos mencionados. Porque Vicente Herrera es un hombre político, y por tanto su libro debería incluirse en el grupo de las memorias de políticos. Pero él nació en 1936, en pleno “hachazo” de la guerra, en una familia socialista en la que el padre estuvo ocho años en la cárcel y la madre, tres. La importancia que cobra en su libro el contexto hace que se convierta también en una de esas memorias ciudadanas de testigos de la guerra y la posguerra. Y, finalmente, aunque Vicente no se dedica a la literatura ni es un escritor profesional, éste no es el primer libro que firma y como podrá comprobar el lectorescribe magníficamente. Por eso esta obra no está muy lejos de ser considerada una de esas autobiografías de ilustrados que también mencioné anteriormente.
Memorias de un político, recuerdos de un niño de la guerra y la posguerra, y autobiografía de un autodidacto. Esa es la triple identidad de este libro, acorde a las tres facetas de la personalidad de su autor.
Natural de Alconchel, donde nació el 3 de diciembre de 1936, Vicente Herrera ha sido alcalde de su pueblo natal, democráticamente elegido, durante veinte años, desde 1979 hasta 1999. A partir de 1983 compaginó la alcaldía, durante un cuatrienio, con el puesto de diputado provincial. En 1987 dejó la Diputación de Badajoz y pasó como diputado regional a la Asamblea de Extremadura, donde se mantuvo durante tres legislaturas, en todas ellas como miembro de la Diputación Permanente y portavoz del grupo parlamentario socialista.  Tras dejar la Asamblea y la alcaldía en 1999, siguió siendo concejal de Alconchel y fue elegido de nuevo diputado provincial, ejerciendo la vicepresidencia segunda de la Diputación y la portavocía del grupo socialista hasta el año 2003. En septiembre de 2001 había sido nombrado miembro del Consejo de Dirección de El Socialista, el órgano de prensa del PSOE, tras asumir la secretaría general del partido Jose Luis Rodríguez Zapatero y la dirección de la revista Ludolfo Paramio. Estuvo vinculado a esta publicación durante seis años, hasta 2007. Su último cargo político fue la presidencia del Consejo Asesor de Radio y Televisión Española en Extremadura, que ejerció de 2004 hasta 2011.
Pero además de su vertiente política, Vicente Herrera tiene una faceta profesional (es técnico en electrónica y mantuvo abierto durante muchos años su taller en Alconchel) y otra vital o personal. Esta última es la determinante y de la que nos ofrece en sus memorias unos pasajes más relevantes, tanto sobre su infancia y juventud como sobre su personalidad adulta. Vicente Herrera pasó sus primeros tres años en la cárcel, donde habían detenido a su madre. Primero estuvo ocho meses en la cárcel de Olivenza y después más de dos años en la de Badajoz.
A la sombra del palacio de Godoy,
en la cárcel provincial de Badajoz,
prisionera de la guerra me encontraba
sin justicia, sin consuelo y sin amor.
Esa es la letra adaptada de un pasodoble famoso que su madre recordaba. Hay mucha emoción en las primeras páginas de este libro, donde el autor nos relata la vida en la cárcel de su madre, Carlota Silva Galán, y sus sacrificios por sacar adelante una familia en la que faltaba el padre, Vicente Herrera Díaz, encarcelado por sus ideas políticas. Para todo ser humano son importantes sus padres, pero cobran un sentido especial en la peculiar peripecia vital de Vicente: un niño cuyos primeros años los vive en la cárcel junto a su madre, y cuya infancia, ya en libertad, transcurre con la ausencia del padre, también encarcelado. No es extraño que dos de los capítulos principales de este libro se titulen así: “Mi madre” y “Mi padre”.
La vida en Alconchel de una familia de represaliados políticos no fue fácil. Gracias a la memoria y a la pluma de Vicente Herrera conocemos cómo, a pesar de las sombras, fueron saliendo para adelante y cómo vivió también los gozos de la infancia: los juegos de la edad, las travesuras, los primeros hallazgos y el descubrimiento de un entorno rural con sus personajes y sus lugares, sus ritos y sus aventuras.
El autor extrae de la experiencia de la infancia su paso por la escuela y configura un capítulo aparte con los recuerdos escolares. Lo hace en consonancia con el papel que la escuela tuvo en la forja de su carácter. La figura de don Guillermo, el maestro, le marcó de por vida:
…la extraordinaria influencia que supuso su paso por mi vida, porque aparte de lo que me enseñara que fue mucho para la obligación que tenía lo verdaderamente importante es que me enseñó a aprender. Despertó en mí la curiosidad por averiguar el porqué de las cosas, a darle la vuelta y a buscar contradicciones, algo que después me he dado cuenta de que es muy útil para el desarrollo cognitivo y que, dicho sea de paso, algún desasosiego ha causado a quienes han tenido que bregar conmigo.
Si don Guillermo le hizo interesarse por la cultura y el conocimiento, la afición a los útiles y a las herramientas le surgió gracias a las visitas a la fragua-carpintería de Feliciano, otro maestro, pero carpintero. Esos dos maestros le proporcionaron el gusto por el trabajo intelectual y por el trabajo manual que, si para muchos son contrarios, para Vicente Herrera son complementarios y siempre han ido parejos a lo largo de su vida. 
Uno de los pasajes más intensos de este libro está a caballo entre el capítulo dedicado a la escuela y el que trata sobre la adolescencia y juventud del protagonista. En él nos narra el drama personal que a un joven de once años le supuso no poder continuar los estudios debido a la situación económica de su familia. Cursar el bachillerato se había convertido en una obsesión, pero finalmente no pudo hacerlo. Sobre esa frustración, superándola, edificó Vicente Herrera su proyecto de vida. La falta de formación académica la suplió sobradamente con una formación autodidacta basada en la lectura, en la escritura, y en la conciencia y la reflexión sobre su entorno. Y este autodidactismo ha pasado a ser, por encima de cualquier otro, el rasgo principal de su carácter. Así lo entendió su compañero de escaño Desiderio Guerra Corrales cuando en 1997 hubo de elegir un detalle de la personalidad de Vicente como motivo del retrato parlamentario rimado que le dedicó en Pido la palabra:
Portavoz Vicente Herrera,
singular autodidacto,
a la oposición altera
cuando les menciona “el pacto”.

A pesar del notable currículum político de Vicente Herrera, es significativo que el papel que ocupa en este libro la experiencia vivida en ese campo sea menor que la de su otra vida. Apenas tres capítulos se dedican a esos treinta y dos años que transcurren desde 1979 hasta 2011, ni siquiera un quinto de las páginas de este volumen, mientras que al relato de su vida hasta 1979 sus cuarenta y tres años primeros dedica cuatro quintas partes.
Vicente Herrera es un hombre culto y eso se nota en cada una de las páginas de este libro. Y un hombre inquieto, apasionado. La mezcla de esos dos rasgos se muestra en algunas de las ocurrencias de su vida, como cuando leyó un diccionario de la A a la Z, el Aristos, de la editorial Sopena, o cuando su afición al cine le convirtió en socio empresarial del cine local. Ni todos los aficionados al cine acaban de empresarios del sector, ni todos los amantes de la lectura se leen un diccionario entero. Ambas son evidencias de que la cultura de Vicente Herrera es la de un hombre de acción. Cultura en movimiento, apasionada, comprometida… que configuran una personalidad casi proteica que le hacen participar en una tuna (la Tuna Miraflores de Alconchel), “fabricar” un modelo propio de televisor (el VIHESI), ejercer la alcaldía de su pueblo durante veinte años, ser uno de los pioneros en Extremadura de la exhumación de restos de represaliados de la guerra civil (el 24 de septiembre de 1981 aprobó el Ayuntamiento de Alconchel una propuesta suya en ese sentido) o coordinar en 2010 una publicación sobre su paisano Francisco Vera, huellas de su vida y su obra. Todo en uno.
Por eso, quizás, Vicente Herrera también ha escrito en este libro muchos libros en uno, y todos ellos escritos con solvencia, con emoción y rigor, y con rasgos de humor que añaden atractivo a su lectura. Memorias. Semblanza de una época es, en parte, un libro de historia, porque en algunos de sus capítulos relata los hechos de un tiempo, la posguerra, desde la perspectiva de una familia de represaliados políticos. También es un relato antropológico porque habla de un espacio, el medio rural, y de la vida de sus gentes. Es, por otro lado, una autobiografía en sentido estricto cuando nos cuenta los avatares de un joven empeñado en superar su situación socioeconómica mediante la liberación de la cultura y la educación. Y, finalmente, son las memorias de un político que nos permiten disponer de una fuente primaria sobre el papel de los primeros ayuntamientos democráticos y la creación de la autonomía extremeña.
En definitiva, Memorias. Semblanza de una época es una crónica de la posguerra, una semblanza de lo rural, una historia de vida y las memorias políticas de un singular autodidacto.
[Prólogo de Memorias. Semblanza de una época, de Vicente Herrera Silva]