Decía José Ortega y Gasset que los españoles no escribimos
autobiografías porque concebimos la vida como un permanente dolor de muelas,
frente a otros europeos que sí sienten placer por lo pasado. El filósofo fue uno más de los que constató
la escasez de este género literario en España, aunque las razones aducidas para
esta supuesta aversión del español hacia lo autobiográfico no siempre fueran
las mismas. Además del rechazo al pasado o a la propia escritura (el padre
Feijoo decía que el español tomaba antes la espada que la pluma), hay quien
afirma que somos flacos de memoria o pudorosos para sincerarnos. Razones
demasiado raciales para tener fundamento.
El caso es que, si alguna vez ha sido cierta esa
sospecha, hoy no es más que un tópico. A partir de la muerte de Franco, fue
notable el incremento bibliográfico de la llamada “literatura del yo”:
autobiografías, memorias, diarios, epistolarios... Junto al innegable
crecimiento cultural experimentado por el país, el motivo de este renacimiento
es que el género confesional exige libertad y no es cuestión de airear a los
cuatro vientos nuestros pensamientos si hay riesgo de ir a la cárcel por ellos.
Además, el pasado español del siglo XX tiene en su mitad
uno de esos “hachazos históricos” que condiciona la existencia de todo un país.
La Guerra Civil convirtió de golpe en dramáticamente singulares las vidas de
muchas personas anónimas. Y no fue hasta después de la muerte del dictador
cuando pudieron publicarse los relatos de vida generados por ese acontecimiento.
Si a esto unimos que el devenir español de estos últimos cuarenta años también
ha generado otras excepcionalidades históricas alrededor de la propia
transición política y de la recuperación de las libertades y de las nuevas
instituciones democráticas, ya tenemos sobre el escenario algunas de las
circunstancias que explican el buen momento que atraviesa en España el género memorístico.
Los escritores y los políticos han sido los principales
autores de estos textos, pero el auge de lo autobiográfico no es atribuible
sólo a las celebridades. Hay mucha memoria ciudadana, mucho modesto relato de
individuos sin notoriedad pública en la última bibliografía memorística
española.
En Extremadura, salvando las distancias económicas y
sociales, todo debería de ser más o menos parecido al resto de España. O, al
menos, eso defiendo siempre. Aunque en esta ocasión me faltan argumentos para
sostenerlo. Porque es verdad que en los últimos cuarenta años se ha practicado
poco en la región ―a diferencia de en España―el género autobiográfico. No hay que buscar las razones
en la idiosincrasia extremeña y sí en las ya citadas condiciones socioeconómicas.
Porque, en literatura, escribir sobre el yo puede entenderse como una
cualificación del escribir sobre los otros, y aquel tipo de textos sólo surgen
si de éstos hay suficientes muestras.
En definitiva, hay pocos libros autobiográficos escritos
en los últimos años por extremeños. Sin pretender ser exhaustivo, entre los
escritores están José Antonio Gabriel y Galán, que escribió Diario
1980-1993; el poeta Santos Domínguez Ramos, que tituló Memorial de un testigo sus notas autobiográficas editadas en 2002;
el cacereño asturiano José Luis García Martín, que nos ofrece desde hace años
sus diarios bajo distintos títulos, los últimos de los cuales han sido Para entregar en mano y Línea roja, y Luis Landero, que acaba de
publicar su novela autobiográfica El
balcón en invierno.
Entre los políticos han hecho incursiones en la escritura
autobiográfica, aunque con modalidades distintas, Manuel Veiga López (Confidencias y semblanzas, 1994),
Alberto Oliart (Contra el olvido,
1998), Alfonso González Bermejo (Los
primeros momentos, 2004), Enrique Sánchez de León (Extremadura, de todos, 2004) o Juan Carlos Rodríguez Ibarra (Rompiendo cristales, 2008).
Pero ya decía que las memorias no son sólo de
celebridades. También hay personas anónimas o de menor relevancia pública que
nos han ofrecidos sus recuerdos, la mayoría de ellos sobre la guerra y la
posguerra. Algunos de los textos de este tipo son: Recordando mi memoria, del barcarroteño Manuel Lobato Benavides; Hacia otros horizontes, de Luis Vasco
Durán, de Monesterio; Memorias de un
comunista, de Elías Zafra Viola, o Así
fue pasando el tiempo, de la miliciana extremeña María de la Luz Mejías
Correa.
El libro que el lector tiene entre sus manos, Memorias. Semblanza de una época, de
Vicente Herrera Silva, se inserta, pues, en esa edad de oro de la autobiografía
que vivimos en España desde hace cuatro décadas. Y lo hace compartiendo rasgos
de los tres tipos de autores de textos autobiográficos mencionados. Porque Vicente
Herrera es un hombre político, y por tanto su libro debería incluirse en el
grupo de las memorias de políticos. Pero él nació en 1936, en pleno “hachazo”
de la guerra, en una familia socialista en la que el padre estuvo ocho años en
la cárcel y la madre, tres. La importancia que cobra en su libro el contexto
hace que se convierta también en una de esas memorias ciudadanas de testigos de
la guerra y la posguerra. Y, finalmente, aunque Vicente no se dedica a la
literatura ni es un escritor profesional, éste no es el primer libro que firma
y ―como podrá comprobar el
lector―escribe magníficamente. Por
eso esta obra no está muy lejos de ser considerada una de esas autobiografías
de ilustrados que también mencioné anteriormente.
Memorias de un político, recuerdos de un niño de la
guerra y la posguerra, y autobiografía de un autodidacto. Esa es la triple
identidad de este libro, acorde a las tres facetas de la personalidad de su
autor.
Natural de Alconchel, donde nació el 3 de diciembre de
1936, Vicente Herrera ha sido alcalde de su pueblo natal, democráticamente
elegido, durante veinte años, desde 1979 hasta 1999. A partir de 1983 compaginó
la alcaldía, durante un cuatrienio, con el puesto de diputado provincial. En
1987 dejó la Diputación de Badajoz y pasó como diputado regional a la Asamblea
de Extremadura, donde se mantuvo durante tres legislaturas, en todas ellas como
miembro de la Diputación Permanente y portavoz del grupo parlamentario
socialista. Tras dejar la Asamblea y la
alcaldía en 1999, siguió siendo concejal de Alconchel y fue elegido de nuevo
diputado provincial, ejerciendo la vicepresidencia segunda de la Diputación y
la portavocía del grupo socialista hasta el año 2003. En septiembre de 2001
había sido nombrado miembro del Consejo de Dirección de El Socialista, el órgano de prensa del PSOE, tras asumir la
secretaría general del partido Jose Luis Rodríguez Zapatero y la dirección de
la revista Ludolfo Paramio. Estuvo vinculado a esta publicación durante seis
años, hasta 2007. Su último cargo político fue la presidencia del Consejo
Asesor de Radio y Televisión Española en Extremadura, que ejerció de 2004 hasta
2011.
Pero además de su vertiente política, Vicente Herrera tiene
una faceta profesional (es técnico en electrónica y mantuvo abierto durante
muchos años su taller en Alconchel) y otra vital o personal. Esta última es la
determinante y de la que nos ofrece en sus memorias unos pasajes más relevantes,
tanto sobre su infancia y juventud como sobre su personalidad adulta. Vicente Herrera
pasó sus primeros tres años en la cárcel, donde habían detenido a su madre.
Primero estuvo ocho meses en la cárcel de Olivenza y después más de dos años en
la de Badajoz.
A la
sombra del palacio de Godoy,
en la
cárcel provincial de Badajoz,
prisionera
de la guerra me encontraba
sin justicia, sin consuelo y sin amor.
Esa es la letra adaptada de un pasodoble famoso que su
madre recordaba. Hay mucha emoción en las primeras páginas de este libro, donde
el autor nos relata la vida en la cárcel de su madre, Carlota Silva Galán, y
sus sacrificios por sacar adelante una familia en la que faltaba el padre, Vicente
Herrera Díaz, encarcelado por sus ideas políticas. Para todo ser humano son
importantes sus padres, pero cobran un sentido especial en la peculiar
peripecia vital de Vicente: un niño cuyos primeros años los vive en la cárcel
junto a su madre, y cuya infancia, ya en libertad, transcurre con la ausencia
del padre, también encarcelado. No es extraño que dos de los capítulos
principales de este libro se titulen así: “Mi madre” y “Mi padre”.
La vida en Alconchel de una familia de represaliados
políticos no fue fácil. Gracias a la memoria y a la pluma de Vicente Herrera
conocemos cómo, a pesar de las sombras, fueron saliendo para adelante y cómo
vivió también los gozos de la infancia: los juegos de la edad, las travesuras,
los primeros hallazgos y el descubrimiento de un entorno rural con sus
personajes y sus lugares, sus ritos y sus aventuras.
El autor extrae de la experiencia de la infancia su paso
por la escuela y configura un capítulo aparte con los recuerdos escolares. Lo
hace en consonancia con el papel que la escuela tuvo en la forja de su
carácter. La figura de don Guillermo, el maestro, le marcó de por vida:
…la extraordinaria influencia que supuso su paso por mi
vida, porque aparte de lo que me enseñara ─que fue mucho para la obligación que tenía─ lo verdaderamente
importante es que me enseñó a aprender. Despertó en mí la curiosidad por
averiguar el porqué de las cosas, a darle la vuelta y a buscar contradicciones,
algo que después me he dado cuenta de que es muy útil para el desarrollo
cognitivo y que, dicho sea de paso, algún desasosiego ha causado a quienes han
tenido que bregar conmigo.
Si don Guillermo le hizo interesarse por la cultura y el
conocimiento, la afición a los útiles y a las herramientas le surgió gracias a
las visitas a la fragua-carpintería de Feliciano, otro maestro, pero carpintero.
Esos dos maestros le proporcionaron el gusto por el trabajo intelectual y por
el trabajo manual que, si para muchos son contrarios, para Vicente Herrera son
complementarios y siempre han ido parejos a lo largo de su vida.
Uno de los pasajes más intensos de este libro está a
caballo entre el capítulo dedicado a la escuela y el que trata sobre la
adolescencia y juventud del protagonista. En él nos narra el drama personal que
a un joven de once años le supuso no poder continuar los estudios debido a la
situación económica de su familia. Cursar el bachillerato se había convertido
en una obsesión, pero finalmente no pudo hacerlo. Sobre esa frustración,
superándola, edificó Vicente Herrera su proyecto de vida. La falta de formación
académica la suplió sobradamente con una formación autodidacta basada en la
lectura, en la escritura, y en la conciencia y la reflexión sobre su entorno. Y
este autodidactismo ha pasado a ser, por encima de cualquier otro, el rasgo
principal de su carácter. Así lo entendió su compañero de escaño Desiderio
Guerra Corrales cuando en 1997 hubo de elegir un detalle de la personalidad de
Vicente como motivo del retrato parlamentario rimado que le dedicó en Pido la palabra:
Portavoz
Vicente Herrera,
singular
autodidacto,
a la oposición
altera
cuando
les menciona “el pacto”.
A pesar del notable currículum político de Vicente
Herrera, es significativo que el papel que ocupa en este libro la experiencia
vivida en ese campo sea menor que la de su otra vida. Apenas tres capítulos se
dedican a esos treinta y dos años que transcurren desde 1979 hasta 2011, ni
siquiera un quinto de las páginas de este volumen, mientras que al relato de su
vida hasta 1979 ―sus cuarenta y tres años primeros― dedica cuatro quintas
partes.
Vicente Herrera es un hombre culto y eso se nota en cada
una de las páginas de este libro. Y un hombre inquieto, apasionado. La mezcla
de esos dos rasgos se muestra en algunas de las ocurrencias de su vida, como
cuando leyó un diccionario de la A a la Z, el Aristos, de la editorial Sopena, o cuando su afición al cine le
convirtió en socio empresarial del cine local. Ni todos los aficionados al cine
acaban de empresarios del sector, ni todos los amantes de la lectura se leen un
diccionario entero. Ambas son evidencias de que la cultura de Vicente Herrera
es la de un hombre de acción. Cultura en movimiento, apasionada, comprometida…
que configuran una personalidad casi proteica que le hacen participar en una
tuna (la Tuna Miraflores de Alconchel), “fabricar” un modelo propio de
televisor (el VIHESI), ejercer la alcaldía de su pueblo durante veinte años, ser
uno de los pioneros en Extremadura de la exhumación de restos de represaliados de
la guerra civil (el 24 de septiembre de 1981 aprobó el Ayuntamiento de
Alconchel una propuesta suya en ese sentido) o coordinar en 2010 una
publicación sobre su paisano Francisco
Vera, huellas de su vida y su obra. Todo en uno.
Por eso, quizás, Vicente Herrera también ha escrito en
este libro muchos libros en uno, y todos ellos escritos con solvencia, con
emoción y rigor, y con rasgos de humor que añaden atractivo a su lectura. Memorias. Semblanza de una época es, en
parte, un libro de historia, porque en algunos de sus capítulos relata los
hechos de un tiempo, la posguerra, desde la perspectiva de una familia de
represaliados políticos. También es un relato antropológico porque habla de un
espacio, el medio rural, y de la vida de sus gentes. Es, por otro lado, una
autobiografía en sentido estricto cuando nos cuenta los avatares de un joven
empeñado en superar su situación socioeconómica mediante la liberación de la
cultura y la educación. Y, finalmente, son las memorias de un político que nos
permiten disponer de una fuente primaria sobre el papel de los primeros
ayuntamientos democráticos y la creación de la autonomía extremeña.
En definitiva,
Memorias. Semblanza de una época es una crónica de la posguerra, una semblanza
de lo rural, una historia de vida y las memorias políticas de un singular autodidacto.
[Prólogo de Memorias. Semblanza de una época, de Vicente Herrera Silva]