No es un libro nuevo, aunque nunca esté de más reivindicar a Francisco de Aldana. A pesar de la recomendación clásica de Cernuda, que lo proclamó como uno de los mejores, y de la insistencia en los años ochenta de Ángel Campos, nunca leí con detenimiento al "divino capitán". Ahora, sí. Hay veces que es inevitable que cada lectura encuentre su acomodo en el tiempo, nos aborde en un momento preciso -y no en otro- de nuestro recorrido.
El otro día, volviendo de Sevilla, me leí la edición de sus Sonetos propuesta por Raúl Ruiz en 1984. Arranca con estilo:
Con toda seguridad, sería del agrado de Borges una biografía que se desarrolla entre dos conjeturas: un nacimiento que carece de documentación y una muerte que se sumerge en las brumas del sebastianismo.
Cita oportunamente el informe de Diego de Torres sobre su muerte épica al lado del rey Sebastián de Portugal:
Y el día de la batalla, andando a pie por le haber muerto el caballo, le encontró el rey y le dijo: "Capitán, ¿por qué no tomáis caballo?". Y él dicen que le respondió: "Señor, ya no es tiempo sino de morir, aunque sea a pie". Y con la espada en la mano, tinta en sangre, se metió entre los enemigos, haciendo el oficio de tan buen soldado y capitán como él era.
Recoge los elogios de Lope de Vega, Quevedo, Cervantes o Gil Polo sobre su personalidad de vate y soldado:
con gran razón los hombres señalados
en gran duda pondrán si él es Petrarca
o si Petrarca es él, maravillados
de ver que, donde reina el fiero Marte,
tenga el fecundo Apolo tanta parte.
Y, lo más importante, ofrece sonetos impecables del autor de una de las piezas, la "Epístola a Arias Montano", más sobresalientes de la poesía española. He aquí uno de esos sonetos inconcebibles de Aldana:
En fin, en fin, tras tanto andar muriendo,
tras tanto varïar vida y destino,
tras tanto de uno en otro desatino
pensar todo apretar nada cogiendo,
tras tanto acá y allá yendo y viniendo,
cual sin aliento inútil peregrino
-¡oh Dios!-, tras tanto error del buen camino,
yo mismo de mi mal ministro siendo...,
hallo, en fin, que ser muerto en la memoria
del mundo es lo mejor que en él se esconde,
pues es la paga dél muerte y olvido,
y en un rincón vivir con la victoria
de sí, puesto el querer tan sólo adonde
es premio el mismo Dios de lo servido.
El otro día, volviendo de Sevilla, me leí la edición de sus Sonetos propuesta por Raúl Ruiz en 1984. Arranca con estilo:
Con toda seguridad, sería del agrado de Borges una biografía que se desarrolla entre dos conjeturas: un nacimiento que carece de documentación y una muerte que se sumerge en las brumas del sebastianismo.
Cita oportunamente el informe de Diego de Torres sobre su muerte épica al lado del rey Sebastián de Portugal:
Y el día de la batalla, andando a pie por le haber muerto el caballo, le encontró el rey y le dijo: "Capitán, ¿por qué no tomáis caballo?". Y él dicen que le respondió: "Señor, ya no es tiempo sino de morir, aunque sea a pie". Y con la espada en la mano, tinta en sangre, se metió entre los enemigos, haciendo el oficio de tan buen soldado y capitán como él era.
Recoge los elogios de Lope de Vega, Quevedo, Cervantes o Gil Polo sobre su personalidad de vate y soldado:
con gran razón los hombres señalados
en gran duda pondrán si él es Petrarca
o si Petrarca es él, maravillados
de ver que, donde reina el fiero Marte,
tenga el fecundo Apolo tanta parte.
Y, lo más importante, ofrece sonetos impecables del autor de una de las piezas, la "Epístola a Arias Montano", más sobresalientes de la poesía española. He aquí uno de esos sonetos inconcebibles de Aldana:
En fin, en fin, tras tanto andar muriendo,
tras tanto varïar vida y destino,
tras tanto de uno en otro desatino
pensar todo apretar nada cogiendo,
tras tanto acá y allá yendo y viniendo,
cual sin aliento inútil peregrino
-¡oh Dios!-, tras tanto error del buen camino,
yo mismo de mi mal ministro siendo...,
hallo, en fin, que ser muerto en la memoria
del mundo es lo mejor que en él se esconde,
pues es la paga dél muerte y olvido,
y en un rincón vivir con la victoria
de sí, puesto el querer tan sólo adonde
es premio el mismo Dios de lo servido.