Ayer a las 10 de la noche, al regresar de Valencia del Ventoso, Eva y yo vimos una nube negruzca en el cielo del atardecer. Después, tras llegar a Zafra, confirmamos que era ─como suponíamos─ un incendio, pero no forestal sino de una fábrica de aceite en Jerez de los Caballeros.
Volvíamos de Valencia, donde leí el pregón del IX Día de la Comarca Zafra-Río Bodión. Ya suena a guasa. Otro pregón. Y van cinco, y los tres últimos en menos de un año. Los escritores adornamos mucho en estos actos. Más todavía si somos de confianza y no cobramos. Aunque yo siempre lo haga gustosamente. Y más en esta ocasión, porque me lo había pedido un buen hombre y buen amigo, Lorenzo Suárez, alcalde de Valencia del Ventoso, y los colegas del Centro de Desarrollo de mi comarca. De todas formas, me pierde mi incapacidad de decir “no”. A este paso voy a quedar para vestir santos literarios o, lo que es lo mismo, para escribir y decir sólo estas piecitas oratorias. Estará de dios.
Ahí va el arranque del texto de ayer:
Antiguamente, mientras más cerca estaban los pueblos menos se querían. Era un desafecto relacionado con la proximidad. La historia humana se asemeja a una inseguridad generada por la existencia ajena, y ese recelo natural ante los congéneres siempre ha hecho especialmente inquietantes a los más próximos. Los pueblos y las gentes no soportaban a los vecinos. Cada cual se guarecía tras sus tapias, y vigilaba la aparición de los brutos de la otra tribu, idénticos a nosotros mismos vistos por ellos. La disputa, según el año o el siglo, la provocaba una muchacha raptada, lindes mal definidas o el aprovechamiento de tierras comunales, y se mostraba con demasiada frecuencia en riñas verbeneras y algún pleito sonado. Los jóvenes sólo lograban el reconocimiento de su mayoría de edad si acreditaban haber apedreado al menos una vez a los del otro sitio. La enemistad entre vecinos llevaba a que fueran los del pueblo de al lado los más odiados y, a falta de un buen palo para molerles las costillas, las afrentas se ventilaban en motes, chistes y chanzas sobre ellos. Ese odio antropológico al más cercano ha sido el principal argumento de la historia de las naciones y, en el interior de ellas, ha servido también para escribir muchas crónicas regionales.
La historia de Extremadura nos ofrece numerosos ejemplos de la competencia insana entre ciudades y pueblos vecinos. El primordial es el de Cáceres y Badajoz (Extremadura dos), dualidad básica de la región que ha ocasionado buena parte de sus problemas. Pero además, y ya en nuestra provincia, los enfrentamientos de Badajoz y Mérida, las peleas entre Don Benito y Villanueva de la Serena, los celos de Almendralejo y Villafranca de los Barros, las broncas de Azuaga y Llerena, la ojeriza entre Jerez de los Caballeros y Fregenal de la Sierra, la aversión mutua de Monesterio y Fuente de Cantos, los piques entre Los Santos de Maimona y Zafra… Nos hemos pasado la historia peleándonos con el de al lado.
Hemos perdido el tiempo en peleas que no eran más que la evidencia de nuestra inmadurez, las carencias de una identidad localista que sólo se definía a partir del enfrentamiento con los cercanos. Es imposible valorar exactamente la rémora para el progreso que estas actitudes han provocado, pero es innegable que si en vez de mirar tanto al de al lado hubiéramos mirado un poco más allá nos hubiera ido mejor.
Pero de un tiempo a esta parte empieza a imponerse la cordura. Desde hace algunos lustros ─pocos─ hemos empezado a emplear el “nosotros” con más generosidad. Nosotros ya no sólo somos los de nuestra casa, los de nuestro pueblo. Aunque la situación dista de ser idílica, ya no es extraño hablar de nosotros para referirnos a todos los naturales y vecinos de Extremadura ni emplear el término para unir a los de una comarca o zona. El proceso de construcción regional ha ido acompañado, al menos desde principios de los años noventa del siglo XX, por la construcción de las comarcas. Y, además de otras consideraciones, las comarcas no son más que la superación de ese odio antiguo entre pueblos vecinos.
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